Danza
de la muerte, 1916
Así perecemos, así perecemos,
todos los días perecemos,
pues es muy cómodo dejarse morir.
De mañana todavía entre sueño y sueño,
Más allá a mediodía.
De noche en lo más hondo de la tumba.
La guerra es nuestro burdel.
Nuestro sol es de sangre.
La muerte es nuestro símbolo y eslogan.
Niño y hembra abandonamos
¿En qué nos conciernen?
Pues ahora es posible
Tan solo abandonarnos a nosotros.
Así asesinamos, así asesinamos.
todos los días lapidamos
colegas nuestros en la danza de la muerte.
Álzate hermano ante mí,
¡Hermano, tu pecho!
Hermano que debes caer y morir.
No gruñimos, no gruñimos.
Todos los días nos callamos,
Hasta que el hueso ilíaco gira en su
juntura.
Duro es nuestro lecho,
Duro nuestro pan.
Inmundo y sangriento el Dios adorado.
Hugo
Ball
***
La
tentación de San Antonio
Los nervios de mi cuerpo se alzan como
campos de espinas,
Campos sangrantes de lapas y zarzas de
nudos.
Mi médula entona una misa roja de efebos
tonos de fístula.
En el canal de mi médula borbotan deslaves
de cerros y piedras inquietas.
Mi cabeza cuelga hacia adelante llena de
sangre.
Ralo cabello verde sabandija sobre el
cráneo se elonga.
Muros torcidos, casas torcidas.
Hordas de tábanos silban y destellan por el
cuarto.
Los muros recibieron las pústulas y se
desmenuzan.
Doctores con altos gorros rodean la
enfermedad y la cubren con vendajes.
Ocho yardas sobre la puerta está el
fantasma de la peste con cascabeles.
Tomo impulso para el golpe. ¡Ayuda! No
ablanda. Una nube amarilla.
Gritos al cielo. ¡Demencia! ¡Demencia!
Vuelan ciudades escarlatina. Verdes oasis.
Hilos de luz. Soles de negro traqueteo.
El suelo vibra. Se hunde una cubierta
verde.
»¡Ahí está él!« Me amordazan, muecas de
negro, rodilla en mi peritoneo.
Cuerpos humanos, apretados sobre el suelo,
huyen y saltan
Desnudos y enérgicos, con vibrante contoneo
de sierpe en los pasillos.
Un silbido de cien mil sirenas de vapor
brama sobre los puertos.
Tipos con varas de bambú sobre y a través
de plazas y torres.
Desbandadas. Machacones. El aire supura.
Revienta la luz. Estrellas fijas perdidas en cuarteles.
Y siempre el golpear de los gritos, desde
abajo, como de calderas infernales.
Y siempre el verdigrana, rubíamarillo
estruendo en zigzag voluptuoso.
Mis manos rebeldes se aferran a una columna
del templo.
Alguien vocifera: ¡Obscenidad! Otros saltan
de la sien de las ventanas.
El estallido desgarra ciudades enteras. Los
monjes budistas en sillas de loto,
arriba a la izquierda, regordetes e
hinchados, abuelos de la apatía,
Ríen y se abanican y giran la panza, aquí y
allá con manos castigadas
y estallan de alegría craneal llena de
arrugas.
Hugo
Ball
***