lunes, 24 de junio de 2013

Manuel Fernández-Cuesta / Miguel Hernández y los carnívoros cuchillos







Miguel Hernández y los carnívoros cuchillos.


Caídos sí, no muertos, ya postrados titanes
Miguel Hernández


Sospecho que Miguel Hernández, el muchachón de Orihuela que dijo Neruda, anda en el limbo de los poetas cívicos, olvidado y romo, lejos del puntiagudo brío de sus carnívoros cuchillos. Pastoreando por igual cabras y sonetos, versos libres y la sensualidad de la naturaleza, frecuentaba de joven la biblioteca pública y leía a Virgilio y Verlaine gracias a su amigo Luis Almarcha, canónigo local, que con el correr de los años llegó a obispo de León. La morralla española, mantilla y rosario, echó sobre él, sobre su corazón nutriente, un capote de paseo, negro, violentamente negro, hasta terminar con su vida, bronquitis, tifus y tuberculosis, en la prisión de Alicante un 28 de marzo de 1942. Tenía 31 años y la pluma llena de salvajes metáforas.
Poeta por convicción que le brota del pecho y el estómago, casi un desparecido de la cultura ajena a la resistencia antifranquista, el que será tenaz combatiente republicano, publicaPerito en lunas en Murcia, enero de 1933. La edición consta de 300 ejemplares y aunque ha pasado ya por Madrid, frecuentado tertulias, pateado la calle sin dinero, acarreado naranjas para regalar a sus benefactores y agitado un par de cartas de recomendación, el libro enferma de indiferencia. Media docena de distraídas reseñas. Llorará Hernández (Orihuela, 1910), en el melifluo hombro de Lorca, consagrado ya, que le responderá con una breve nota de alabanza y lejanos cumplidos. Arranca Hernández con tristeza de campesino y una poesía culta, gongorina: el paso necesario. Su perseverancia superará el desafío. Quiere ser poeta, ciudadano poeta, combatiente poeta, hortelano poeta, amante poeta, todo, si puede ser, y poeta.





Anda Hernández cabizbajo y ausente por este siglo XXI de extrañezas y extrañamientos, bajo la curtida piel del cielo, en el reino oscuro del silencio. Salvo algunos especialistas, investigadores del fonema, profesores de gruesa gafa, noctámbulos y melancólicos, y sus afines ideológicos, cada vez menos (pese a las mareas de protesta), su poesía está huérfana de lectores. Ha pasado demasiada agua bajo el puente desde 1942, agua sucia, escoriada de franquismo y de la desmemoriada democracia de mercado, para que sea reconocida la palabra de un escritor que llevó el compromiso lírico a la batalla, a la barricada que separa la vida y la muerte. Eso que se denominó compromiso -en 1930 era solo la lucha por la dignidad humana frente al fascismo- la poesía social, de fuerte carga política y humana, no está de moda. Poco a poco fue la Generación del 27, Dámaso Alonso le consideró epígono del grupo, recobrando su sitio en el panteón: azares y recomendaciones editoriales, amistad y guiños intelectuales. Con el paso del tiempo, instalada la lógica cultural de la socialdemocracia de consumo, inmersos en masificación del PSOE, los poetas salieron de sus tumbas. Aniversarios, ediciones de obras completas, homenajes en el Círculo de Bellas Artes, congresos a cargo de las diputaciones y pagadores varios: reivindicaciones. Casi todos menos Miguel Hernández. Poeta y comunista. Demasiado sintagma para nuestra pandereta nacional.
Repito la idea, círculo mágico contra el culpable abandono, para hacerla visible en el texto. Como se repite en Nanas de la cebolla la aterradora imagen de la herbácea, hija del vientre de la tierra, convertida en “sangre de cebolla”. “Vuela niño en la doble / luna del pecho. / Él, triste de cebolla. /Tú, satisfecho. / No te derrumbes. / No sepas lo que pasa / ni lo que ocurre.” El tiempo se detiene y veo a Hernández, voluntario en el Quinto Regimiento, cavando trincheras en Cubas, afueras de Madrid, septiembre de 1936. Emilio Prados le sacará del duro trabajo y empezará otras tareas, acorde con su talento, de agitación y propaganda. Es el Hernández, si posible, más político, el que interioriza el conflicto militar, el que observa la guerra como lucha de clases: la guerra de España. El poeta ha luchado, miliciano, con el Campesino, y en Viento del pueblo, publicaciones del Socorro Rojo Internacional, 1937, desplegará toda su fuerza contenida, la pasión del combate justo. De Rosario, dinamitera a Sentado sobre los muertos, pasando por El niño yuntero o Canción del esposo soldado con el impresionante arranque “He poblado tu vientre de amor y sementera”. Dedicado a Vicente Aleixandre, MH anotará en el prefacio: “El pueblo espera a los poetas con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo”.
Cautivos y derrotados. La República ha perdido la guerra. Esa que no podía ganar. La tierra se abre bajo los pies de Hernández. El eminente Joaquín de Entrambasaguas, filólogo y contable de almacén, manda destruir, abril de 1939, sin encuadernar, miles de copias de El hombre acecha. El sendero del odio está custodiado por gastrónomos como el citado catedrático. Poeta de la tierra, como si él mismo fuera surco, polvo o trigo, poeta de atea religiosidad que escribe homenajes a su hijo muerto, a Dolores Ibárruri, al hambre, a los soldados y pueblos de España, su poderío le hace insoportable para los vencedores. Del verso libre al encasillado soneto. Del soneto al verso libre. De Aleixandre a Neruda. Miguel Hernández, culto y popular, niño pastor que no pudo estudiar, lector voraz y subversivo, rompe las formas poéticas, desgarra las palabras, arrastra el ritmo por los entresijos de su conciencia inquieta. Poco dado a elogios, Juan Ramón Jiménez escribirá en El Sol, 23 de febrero de1936, de El rayo que no cesa, “Tienen su empaque quevedesco los poemas, es verdad, su herencia castiza. Pero la áspera belleza tremenda de su corazón arraigado rompe el paquete y se desborda como elemental naturaleza desnuda.”




“No hay más historia de España que la que ellos quieren”, se lee en Todo lo que se llevó el diablo (Tusquets, 2010), de Javier Pérez Andújar. Ni historia ni relato. Hernández es un fantasma delgado que recorre veredas y acequias con un zurrón lleno de pan y queso, versos dulces y envenenados, que claman por salir del lugar perdido, más allá de la mentira, que la cultura liberal, neoliberal o postliberal les ha asignado. No es un G27 ni un G36. Su generación es un puñado de libros agrupados en unos dóciles volúmenes, Obra Completa, I y II, Espasa Calpe, 1992. El purgatorio de los escritores es un espacio cerrado, claustrofóbico, infierno de penas, atroz encierro para un mozo curtido en los desmontes. En 1925, por orden de su padre padrone, abandonó los estudios con los jesuitas de Santo Domingo y volvió a los animales. En el campo escribe versos místicos, incendiados de amor, siguiendo el eco de Juan de la Cruz. MH vive rodeado de cabras, damiselas de antaño, que rumian adjetivos y hierba fresca.
Enero de 1940. Antonio Buero Vallejo, preso en la madrileña cárcel de Conde de Toreno, condenado a muerte, luego conmutada la pena por treinta años, igual que MH, coge un lápiz, carboncillo, y dibuja el rostro de Miguel para que su hijo sepa de su padre. El 4 de marzo, Hernández envía el retrato a su mujer, Josefina Manresa, con una nota. “No quiero dejar de cumplir en lo que puedo mi palabra, y ya que no puedo ir de carne y hueso, iré de lápiz, o sea, dibujado por un compañero de fatigas, como verás, bastante bien. Se lo enseñarás al niño todos los días para que vaya conociéndome, y así no me extrañará cuando me vea.” Imaginemos la escena. Una cocina pequeña blanqueada por una luz mediterránea que calienta el escaso alimento disponible. El niño, en el regazo de su madre, contempla con asombrado un rostro extraño. “Un carnívoro cuchillo / de ala dulce y homicida / sostiene un vuelo y un brillo /alrededor de mi vida.
Diseccionados los poetas, devorados por notas a pie de página que, como voraces hormigas, marcan el camino de las páginas, urge saltarse normas y volver a la primitiva calidez de MH. Ajeno a los tópicos, MH es un poeta de la vida y la transformación que merece una pausada mirada máxime ahora, cuando la casta dominante y sus perros guardianes, nos arrojan, de nuevo,  al vertedero de la Historia. Nunca le perdonaron su elegancia de poeta sencillo ni la fiereza de sus críticas. Para ellos, la canalla que regentea esa España obscena y deprimente, por decir con Cernuda, copio estos versos. “Hombres veo que de hombres / solo tienen, solo gastan / el parecer y el cigarro, / el pantalón y la barba.”

Manuel Fernández-Cuesta



***