1
Roger Fry concluye
una nota sobre Claude [Lorrain] diciendo que «pocos de nosotros viven con tanta
intensidad como para nunca sentir nostalgia de aquel reino saturnino al que
Virgilio y Claude pueden llevarnos en volandas». En la misma nota habla de Corot
y de Whistler y del paisaje chino, y está claro que bien podría haber hablado,
a propósito de Claude, de otros muchos poetas, como por ejemplo Chénier o
Wordsworth. Se trata simplemente de una analogía entre dos formas distintas de
poesía. Tal vez fuese preferible decir que se trata de la identidad poética que
se revela, por ejemplo, entre la poesía en palabras y la poesía en pintura.
No obstante, la
poesía no se limita a los paisajes virgilianos, ni la pintura a Claude.
Encontramos la poesía de la especie humana en las figuras de los ancianos de
Shakespeare, digamos, y en los ancianos de Rembrandt; o bien en las figuras de
las mujeres bíblicas, por una parte, y en las vírgenes de toda Europa, por la
otra; y es fácil preguntarse si la poesía de los niños ha sido o no creada por
la poesía del Niño, hasta que uno se para a pensar cuanta de la poesía del
mundo entero es poesía de niños, tanto sobre cómo son los niños como sobre cómo
se han descrito por escrito o en pintura, como si fuesen criaturas de una dimensión
en la que la vida y la poesía se confundieran. La poesía de la humanidad, por
supuesto, se encuentra en todas partes.
Hay una poesía
universal que se refleja en todas las cosas. Esta observación se aproxima a la
idea de Baudelaire de que existe una estética por averiguar y fundamental, o
bien un orden del que la poesía y la pintura son manifestaciones, pero del que,
en realidad, la escultura, la música o cualquier otra realización estética
también son manifestaciones. Las generalizaciones tan amplias como ésta —que
existe una poesía universal que se refleja en todas las cosas o que debe haber
una estética fundamental de la que la poesía y la pintura constituyen
manifestaciones emparentadas pero diferentes— son especulativas. Satisfacen más
las concreciones.
A ningún poeta se
le puede haber escapado cuán a menudo un detalle, un propos o
comentario, relativo a un cuadro, se aplica asimismo a la poesía. La verdad es
que parece existir un corpus de comentarios a propósito de la pintura, en su
mayoría comentarios de los propios pintores, que son tan significativos para
los poetas como para los pintores. Todos estos detalles, en la medida en que
tienen sentido para los poetas lo mismo que para los pintores, son ejemplos
específicos de relaciones entre la poesía y la pintura. Supongo, por lo tanto,
que sería posible estudiar la poesía a través del estudio de la pintura o bien
que se puede llegar a ser pintor después de haber llegado a ser poeta, por no
hablar de desempeñar los dos oficios al mismo tiempo, con la economía del
genio, como hizo Blake. Permítaseme ilustrar este punto del doble valor (y bien
podría denominárselo el valor múltiple) de las palabras referidas a pintores
que significan en la misma medida para los poetas porque, a fin de cuentas, son
palabras sobre el arte.
La frase de Picasso
de que un cuadro es una horda destructiva, ¿no dice también que un poema es una
horda destructiva? Cuando Braque dice: «Los sentidos deforman, la mente forma»,
se dirige al poeta, al pintor, al músico y al escultor. Igual que los poetas
pueden sentirse afectados por las palabras de los pintores, los pintores pueden
sentirse afectados por las palabras de los poetas, y también pueden sentirse
afectados ambos por palabras no dirigidas a ninguno de ellos. Para abundantes
ejemplos, véase Poet's Note-Book [Cuaderno de notas del poeta] de
Miss Sitwell. Estos detalles confluyen de un modo tan sutil y tan preciso que
se pierde de vista la existencia de relaciones. Lo cual, a su vez disipa la
idea de su existencia.
2
Podemos contemplar
nuestro tema, pues, desde dos puntos de vista, el primero el del hombre que se
centra en la pintura, tanto si es como si no es pintor, y él segundo el del
hombre que se centra en la poesía, tanto si es como si no es poeta. Para
utilizar el punto de vista del hombre que se centra en la pintura, permítaseme
referirme al capítulo deAppreciation [Apreciación], de Leo Stein, titulado
«Sobre leer poesía y ver cuadros». Dice el autor que cuando era niño tomó
conciencia de la composición de la naturaleza y gradualmente fue comprendiendo
que el arte y la composición eran lo mismo. Comenzó a experimentar del modo
siguiente:
Puse sobre la
mesa... un plato de barro... y lo miraba todos los días durante unos minutos o
durante horas. Tenía el propósito de verlo como si fuera un cuadro y aguardé
hasta que se convirtió en un cuadro. Con el tiempo, así ocurrió. El cambio se
produjo de repente, cuando el plato como objeto pormenorizado... una
determinada forma, con determinados colores aplicados... pasó a convertirse en
una composición en la que todos los elementos no eran sino meros factores del
conjunto. La composición pictórica pintada en el plato dejó de estar en el
plano para pasar a formar parte de una composición mayor que era el plato como
un todo. Había dado un primer paso para ver pictóricamente. Lo que se habla
iniciado se fue desplegando en todas direcciones. Quería ser capaz de ver
cualquier cosa como una composición y descubrí que era posible hacerlo.
Improvisó una
definición del arte: es la naturaleza vista a la luz de su significado, y al
darse cuenta de que este significado consistía en formas, agregó «formal» a
«significado».
Al concentrarse en
la educación del oído, observó que no hay nada comparable al ejercicio de
composición que ofrece el mundo visible. Por composición entendía lo que se
compone con las palabras: el uso del sentido existencial de las palabras. La
composición era su pasión. Consideraba que un cuadro formalmente acabado es
aquel en el que todas las partes están tan interrelacionadas entre sí que unas
implican a otras. Por último, dijo «un excelente ejemplo es el verso del
Michael de Wordsworth 'And never lifted up a single stone' ('Y no levantó nunca
ni una sola piedra')». Se podría decir de un trabajador perezoso: «Ha estado
ahí fuera, holgazaneando, y no levantó nunca ni una sola piedra», y nadie
pensaría que esto es gran poesía... Estas líneas no tendrían valor existencial;
sencillamente llamarían la atención sobre el trabajador perezoso. Pero el uso
composicional que hace Wordsworth de este verso lo convierte en algo por
completo distinto. Estas sencillas palabras se cargan con la tragedia del
anciano pastor y se saturan de poesía. Su importancia referencial es leve, pues
la importancia de la acción a que se refieren no radica en la acción en si
misma sino en su significado; y el significado lo crean las palabras. Por lo
tanto se trata de un verso de gran poesía.
La elección de la
composición como el común denominador de la poesía y la pintura es una
caracterización técnica hecha por un hombre centrado en la pintura, aun
concediendo que no era un hombre al que uno consideraría un técnico. La poesía
y la pintura crean por igual mediante la composición.
Ahora bien, el
poeta que busca una analogía entre la poesía y la pintura, y que trata de
adoptar el punto de vista del hombre centrado en la poesía, comienza teniendo
la sensación de que la técnica empapa la pintura hasta tal punto que ambas
cosas se identifican. Esto no es cierto, puesto que, si la pintura fuese puramente
técnica, esa concepción de la misma excluiría al artista como persona. Por lo
tanto, quiero decir algo basado en la sensibilidad del poeta y en la del
pintor. No estoy absolutamente seguro de saber lo que significa sensibilidad.
Supongo que quiere decir sentimiento; como suele decirse, los sentimientos. Sé
lo que se entiende por sensibilidad nerviosa, como cuando, en un concierto, los
oyentes, después de haberse colocado y permanecer atentos, oyen de súbito un
estallido de trompetas que les hace encogerse a manera de reacción
nerviosa.
La satisfacción que
tenemos cuando miramos por la ventana y vemos que hace un buen día, o cuando
miramos uno de los límpidos paisajes de Corot en los que el pays de
Corot parece ser algo distinto. Suele decirse que el origen de la poesía hay
que buscarlo en la sensibilidad. Hemos empezado por la conjunción de Claude y
Virgilio; obsérvese ahora como el uno evoca al otro. Estas evocaciones son
atribuibles a similitudes de sensibilidad. Sí en Claude nos encontramos en el reino
de Saturno, el soberano del mundo en la edad dorada de la inocencia y la
abundancia, y si en Virgilio nos encontramos en el mismo reino, reconocemos que
existe ahí, en el caso de Claude y Virgilio, una identidad de sensibilidad. Sin
embargo, si se pone en cuestión el dogma de que hay que buscar los orígenes de
la poesía en la sensibilidad y se afirma que un poema afortunado, o un cuadro
afortunado, es una síntesis de excepcional concentración (ese grado de
concentración que tiene una intrínseca lucidez, en la que vemos con claridad lo
que queremos ver y lo vemos instantánea y perfectamente), nos encontramos con
que la fuerza operativa de nuestro interior no parece ser de hecho la
sensibilidad, es decir, los sentimientos. Parece ser una facultad constructiva
que más saca su fuerza de la imaginación que de la sensibilidad. He dicho poner
en cuestión, no rechazar. La mente retiene la experiencia, de modo que mucho
después de acaecida la experiencia, mucho después de la claridad invernal de
una mañana de enero, mucho después de los límpidos paisajes de Corot, esa
facultad interior nuestra de la que he hablado hace sus propias construcciones
a partir de aquella experiencia. Si se limita a reconstruir la experiencia, o a
repetirnos las sensaciones vividas ante aquello, se trata de la memoria. Lo que
en realidad hace es utilizar aquello como material con el que hace lo que
quiere. Ésta es la típica función de la imaginación, que siempre utiliza lo
conocido para crear lo no conocido. Lo que parecen implicar estas observaciones
es la sustitución de la idea de inspiración por la idea de un esfuerzo mental
no basado en las vicisitudes de la sensibilidad. Es tan absolutamente posible
sentarse a la propia mesa y, sin ayuda de la conmoción de los sentimientos,
escribir comedias de incomparable intensidad, que es precisamente lo que hizo
Shakespeare. Shakespeare no se basaba en casualidades de la inspiración. No es
la menor de sus glorias que se pueda decir de él: cuanto mayor el pensador,
mayor el poeta. Sería más acertado decir: cuanto mayor la inteligencia, mayor
el poeta; porque el mal del pensamiento como poesía no es lo mismo que el bien
del pensamiento en poesía. Lo que importa es que el poeta hace su trabajo en
virtud de un esfuerzo mental. Al hacerlo así, tiene relación con el pintor, que
realiza su trabajo, con respecto a los problemas de forma y color, a los que se
enfrenta incesantemente, no gracias a la inspiración, sino gracias a la
imaginación o a la milagrosa clase de razón que a veces promueve la imaginación.
En resumen, estas dos artes, la poesía y la pintura, tienen en común un
elemento laborioso que, cuando se ejercita, no sólo es un trabajo sino también
una consumación. Como prueba de esto, permítaseme poner codo con codo la prosa
de Proust, tomada de su vasta novela, y la pintura, tomada al azar, de Jacques
Villon. Sobre Proust, cito un párrafo del profesor Seurat:
Otra provincia que
ha añadido a la literatura es la descripción de esos momentos eternos en los
que nos elevamos por encima de este mundo monótono... La magdalena mojada en el
té, el campanario de Martinville, unos árboles de una carretera, un perfume de
flores silvestres, una visión de la luz y la sombra entre árboles, una cuchara
que al tintinear en un plato es como el martillo del ferroviario en las ruedas
del tren desde el que se veían los árboles, la servilleta tiesa de un hotel, la
desigualdad de dos piedras de Venecia y las irregularidades del patio de la
casa de los Guermantes en la ciudad...
En cuanto a Villon:
poco antes de ponerme a escribir estas notas, me dejé caer por la Carré Gallery de
Nueva York a ver una exposición de cuadros entre los que había una docena de
obras suyas. De inmediato me percaté de la presencia de los encantos de la inteligencia
en todo su material prismático. Una mujer tendida en una hamaca se transformaba
en un complejo de planos y tonos, radiante, vaporoso, exacto. Una tetera y un
par de tazas ocupaban su lugar en una realidad totalmente compuesta de cosas
irreales. Las obras eran deliciae del espíritu en tanto que algo distinto de
las delectationes de los sentidos, y esto es así porque uno encuentra en ellas
la labor de cálculo, el apetito de perfección.
3
Una de las
características del arte moderno es que es intransigente. En esto se asemeja a
la política moderna, y quizás se aprecie al estudiarlo, incluso al estudiar los
derechos del hombre y al estudiar los sombreros y los vestidos de las mujeres,
que todo lo moderno, o probablemente lo que sencillamente es nuevo, es
intransigente por la naturaleza misma de las cosas. Es especialmente
intransigente con respecto a los límites. Uno de los Goncourt dijo que nada en
el mundo oye tantas estupideces como los cuadros de un museo; y al reflexionar
sobre este comentario hay que tener presente que en los tiempos de los Goncourt
no existía nada parecido a los museos de arte moderno. Una definición
verdaderamente moderna del arte moderno, en lugar de hacer concesiones, fija
unos límites que se van haciendo cada vez más estrechos conforme pasa el tiempo
y que, más a menudo que lo contrario, acaban por sólo dar cabida a un hombre,
exactamente igual que si se debieran garabatear en la fachada del edificio
donde estamos ahora mismo las palabrasCézanne delineavit. Otra característica
del arte moderno es el ser plausible. Tiene razones para todo. Incluso la falta
de razón se convierte en razón.
Picasso manifiesta
sorpresa de que la gente se pregunte qué significa un cuadro y dice que los
cuadros no pretenden tener significado. Esto lo explica todo. Otra
característica del arte moderno es que es fanático. Cada pintor que puede ser
calificado de pintor moderno se convierte, en virtud de esa definición, en un
hombre libre en el mundo del arte y, en consecuencia, en el igual de cualquier
otro pintor moderno. Reconocemos que difieren unos de otros, pero de todos
modos ninguno de ellos puede ser juzgado más que por los demás artistas
modernos.
Tenemos esa
incapacidad (no simple falta de voluntad) para el compromiso, esa misma plausibilidad
y fanatismo, en la poesía moderna. Para exponerlo, permítaseme dividir la
poesía moderna en dos clases, una que es moderna en razón de lo que dice, otra
que es moderna en razón de la forma. La primera clase no tiene un especial
interés por la forma. La segunda sí. La primera clase se interesa por la forma,
pero acepta la banalidad de la forma como algo incidental de su lenguaje. Su
justificación es que, al expresar el pensamiento o el sentimiento en poesía, el
propósito del poeta debe ser el de subordinar el modo de expresión, ya que, aun
cuando el valor del poema como poema depende de la expresión, depende en primer
lugar de lo que expresa. Tanto si el poeta es moderno como si es antiguo, si
está vivo como si está muerto, lo que importa en último término es de qué
habla, si habla de cosas antiguas o modernas, de cosas vivas o muertas. La
contrapartida de Villon en poesía, de escribir como éste pinta, tendría que
interesarse por cosas similares (pero no necesariamente reducirse a éstas),
creando la misma sensación de certeza estética, la misma sensación de exquisita
realización y la misma sensación de ser moderno y de estar vivo. Uno ve una
buena cantidad de poesía, tal vez por culpa de Un coup de dés de
Mallarmé, en la que la búsqueda formal no supone otra cosa que el uso de
minúsculas por mayúsculas, finales de versos excéntricos, demasiada puntuación
o demasiada poca, y aberraciones por el estilo. Esto no tiene nada que ver con
estar vivo. No tiene nada que ver con el conflicto entre el poeta y aquello de
lo que están hechos sus poemas. No son, nibonne soupe («buena sopa») ni beau
langage («bello lenguaje»).
Lo que he dicho
sobre ambas clases de poesía moderna es inadecuado para las dos. Sobre la
primera, decir que tolera la banalidad de la forma es una fórmula incluso
lesiva, puesto que sugiere que posee menos artificio del poeta que la segunda.
Cada una de estas dos clases es intransigente con respecto a la otra. Si uno
está dispuesto a pensar bien de la clase que se atiene a lo que tiene que decir,
bástele con recordar el comentario de Gide: «Sin la inigualable belleza de su
prosa, ¿quién seguiría interesándose por Bossuet?». La división entre las dos
clases, la división, pongamos, entre Valéry y Apollinaire, es la misma división
en facciones que encontramos por todas partes en la pintura moderna. Pero los
credos estéticos, como los demás credos, son la prueba indudable de los
esfuerzos realizados por buscar la verdad. No he tratado de decir más de lo que
es necesario para mostrar las relaciones por las que estamos interesados tal
como existen en las manifestaciones actuales. Una vez que todo está dicho y
hecho, ¿cuál es el significado de la existencia de tales relaciones? ¿O basta
con señalarlas? El problema no es el mismo que el de la significación del arte.
«Es el arte», dijo Henry James, «lo que crea vida, lo que crea el interés, lo
que crea la importancia... y no conozco ningún sustitutivo de ninguna clase
para la fuerza y la belleza de su actividad». El mundo que nos rodea quedaría
desolado si no fuera por el mundo que hay en nuestro interior. El mismo
intercambio existe entre estos dos mundos que entre un arte y otro,
transfusiones migratorias de uno al otro, apresuramientos, descubrimientos y
liberaciones prometeicas.
Pero puede ser que,
lo mismo que los sentidos no son respetuosos con la realidad, las facultades no
sean respetuosas con las artes. Por otra parte, es posible que estemos
ocupándonos de algo que no tiene significación, algo que es el resultado de la
imitación. Quatremère de Quincy distinguía entre el poeta y el pintor como
entre dos imitadores, el uno moral y el otro material. Hay imitaciones dentro
de las imitaciones, y las relaciones entre la poesía y la pintura puede que no
constituyan nada distinto. Esta idea hace posible, al menos, ver más de un
aspecto del tema.
4
Todas las
relaciones de que he hablado quedan vinculadas entre sí en la deducción de que
la vis poetica, la fuerza de la poesía, deja su marca en cuanto toca. La marca
de la poesía crea la semejanza entre las dos cosas mas dispares y las une en su
virtud reconocible. Hay una relación entre la poesía y la pintura que no
participa de la marca común de un origen común. Es la relación capital que
existe entre la poesía y la gente en general, y entre la pintura y la gente en
general. No he pasado por alto la posibilidad de que, cuando se propuso el tema
de esta noche, se pretendiera que el tratamiento se limitase a las relaciones
entre la poesía moderna y la pintura moderna. Esto hubiera conllevado mucho
repicar de los consabidos címbalos. En la medida en que hubiera exigido una
comparación entre este poeta y aquel pintor, esta escuela y aquella otra
escuela, habría sido fragmentario y habría excedido mi competencia. En mi
opinión es preferible abordar el tema de las relaciones modernas como un todo.
La relación actualmente capital entre la poesía y la pintura, entre el hombre
moderno y el arte moderno es sencillamente ésta: que en una época en que tan
decididamente prevalece la incredulidad o, cuando menos, la indiferencia a las
cuestiones de creencia, la poesía y la pintura, y las artes en general,
constituyen, en su medida, una compensación por lo que se ha perdido. Los
hombres tienen la sensación de que la imaginación es por su fuerza el poder
situado a continuación de la fe: el príncipe reinante. En consecuencia, su
interés por la imaginación y sus obras no debe considerarse una fase del
humanismo sino una autoafirmación vital en un mundo en el que nada se mantiene
salvo el yo, si es que el yo se mantiene.
Visto así, el
estudio de la imaginación y el estudio de la realidad llegan a parecer,
purificados, engrandecidos, fatídicos. ¡Qué estatura, aunque sea estatura
profética, le proporciona esta concepción al poeta! Ya no necesita ejercitar su
dignidad con obras proféticas. ¡Cuánta autenticidad, incluso autenticidad
órfica, le proporciona al pintor! Ya no tiene que exhibir su autenticidad en
obras órficas. Debe bastarle con que aquello a lo que ha entregado su vida
quede de este modo enriquecido con semejante acceso de valor. Lo mismo el poeta
que el pintor viven y trabajan en medio de una generación que está conociendo
la pobreza esencial a pesar de la fortuna. La extensión de la mente hasta más
allá del ámbito de la mente, la proyección de la realidad más allá de la realidad,
la determinación de recorrer todo el terreno, sea el que fuere, la
determinación de no quedar confinados, de recuperar la excitación y la
intensidad del interés, la ampliación del espíritu en todo momento, en todos
los sentidos, éstas son las unidades, las relaciones, que debemos contabilizar
como primordiales en este momento. No tiene demasiada importancia si estas
relaciones existen de forma consciente o inconsciente. Uno vuelve a las
coactivas influencias del tiempo y el espacio. Es posible estar entregado a un
propósito sublime y no saberlo. Pero yo pienso que la mayoría de los hombres,
cualquiera que sea su sofisticación, la mayoría de los poetas y la mayoría de
los pintores, lo saben.
Cuando volvemos la
vista hacia el periodo del clasicismo francés del siglo XVII, no tenemos
ninguna dificultad para verlo como un todo. No es fácil ver el propio tiempo de
ese modo. Casi todo el siglo XVII francés, al menos, puede compendiarse en esta
única palabra: clasicismo. Las pinturas de Poussin, contemporáneo de Claude,
son las inevitables pinturas de la generación de Racine. Si hubiera sido una
época en que los dramaturgos utilizaran las detalladas acotaciones con que
contamos hoy, las acotaciones de Racine lo hubieran dejado a uno preguntándose
si estaba leyendo la descripción de un escenario o la descripción de un cuadro
de Poussin. La costumbre reducía por entonces las acotaciones a las más
escuetas generalidades. Así pues, a continuación de la lista de personajes de El
rey Lear, Shakespeare sólo agrega dos palabras: «Escena: Bretaña». Pero, aun
así, las acotaciones de Racine, pese a toda su brevedad, sugieren a Poussin.
Que esta cualidad común se aprecie en cosas tan simples pone de manifiesto de
manera convincente el alcance de la interpenetración. La indicación para
Britannicus dice: «La escena en Roma, en una cámara del palacio de Nerón»; la
de Iphigénie en Aulide: «La escena en Aulis, delante de la tienda de
Agamenón»; la de Phèdre: «La escena en Trecén, una ciudad del Peloponeso»;
la deEsther: «La escena en Susa, en el palacio de Asuero»; y en Athalie:
«La escena en el templo de Jerusalén, en el vestíbulo de los aposentos del sumo
sacerdote».
Nuestro tiempo, y
al decir esto me refiero a las dos o tres últimas generaciones, incluida la
nuestra, se puede resumir de mi modo que ponga unidad en el inmenso número de
detalles, diciendo de él que es un tiempo en el que la búsqueda de la verdad
suprema ha tenido lugar en la realidad, o a través de la realidad, o incluso ha
sido búsqueda de alguna ficción supremamente aceptable. Juan Gris comenzó unas
notas sobre sus cuadros diciendo: «El mundo del que yo extraigo los elementos
de la realidad no es visual sino imaginario». La historia de esta actitud en
literatura, especialmente en poesía, en Francia, ha sido rastreada por Marcel
Raymond en De Baudelaire al surrealismo. Digo especialmente en poesía
porque con la poesía se asocian los nombres de Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé y
Valéry. En pintura, su historia es la historia de la pintura moderna. Además,
digo en Francia porque en Francia la teoría poética no es tan abstracta como
suele ser entre nosotros, cuando siquiera tenemos alguna clase de teoría, sino que
es una actividad normal del entendimiento del poeta en ambientes donde debe
participar en esta actividad o verse extirpado. Esta necesidad desarrolla una
conciencia y un sentido de la fatalidad que aportan a la poesía valores que no
reproducen la indiferencia y el azar. Para el hombre que anda buscando la
sanción de la vida en la poesía, lo ñoño es una disipación intolerable. La
teoría de la poesía, es decir, la suma total de las teorías de la poesía, a
menudo parece convertirse con el tiempo en una teología mística o, más
sencillamente, en una mística. La razón de que ocurra esto debe estar ahora
clara. La razón es la misma razón por la que los cuadros de un museo de arte
moderno suelen dar la impresión de convertirse con el tiempo en una estética
mística, en una prodigiosa búsqueda de la apariencia, como si se buscara una
forma de decir y de demostrar que todas las cosas, sea por encima o sea por
debajo de las apariencias, son la misma cosa, y que sólo a través de la
realidad, en la que se reflejan o, pudiera ser, se conjuntan, nos es posible
alcanzarlas. Bajo tal presión, la realidad deja de ser sustancia para
convertirse en sutilidad, una sutilidad en la que a Cézanne le resultaba
natural decir: «Veo planos que se montan unos sobre otros a horcajadas y a
veces las líneas rectas me parece que se caen»; o «Planos de color... Las zonas
coloreadas donde tremolan las almas de los planos, en el resplandor del prisma
luminoso, el encuentro de los planos a la luz del sol». La transformación de
nuestra Lumpenwelt fue mucho más allá de esto. Desde la perspectiva de otra
sutilidad, Klee pudo escribir: «Pero es el elegido el que hoy se acerca a los
lugares secretos donde la ley original fomenta toda evolución. Y qué artista no
se establecería allí donde el centro orgánico de todo el movimiento en el
tiempo y en el espacio —que él denomina la mente o el corazón de la creación—
determina todas las funciones». Conceder que esto suena un poco a jerga
sacerdotal no es conceder demasiado a quienes han colaborado a crear la nueva
realidad, una realidad moderna, puesto que lo que se ha creado no es nada menos
que eso.
Esta realidad es,
también, el mundo trascendental de la poesía. Sus instantaneidades son la
habitual inteligencia de los poetas, aunque haya sido la inteligencia de otro
ambiente. Simone Weil, en La pesanteur et la grâce, tiene un capítulo
sobre lo que ella llama la descreación. Dice que la descreación consiste en dar
el paso de lo creado a lo no creado, mientras que la destrucción consiste en
dar el paso de lo creado a la nada. La realidad moderna es una realidad de
descreación, en la que nuestras revelaciones no son revelaciones de la fe sino
preciosos portentos de nuestras propias facultades. La mayor verdad que podemos
tener esperanzas de descubrir, cualquiera que sea el campo en que la
descubramos, es que la verdad de los hombres es la resolución final de todo.
Hoy, lo mismo los poetas que los pintores adoptan este supuesto y esto es lo
que les concede validez y la seria dignidad que los sitúa entre quienes persiguen
la sabiduría, quienes persiguen la comprensión. Estoy dándole a esto un tono
elevado porque intento generalizar y porque es increíble que se pueda hablar de
las aspiraciones de las dos o tres últimas generaciones sin la menor elevación.
A veces parece lo contrario. A veces oímos decir que en el siglo XVII no había
ningún poeta y que los pintores —Chardin, Fragonard, Watteau— eran elegantes y
nada más; que en el siglo XIX el último gran poeta era el hombre que más se
parecía a un gran poeta, y que lo mejor que se podría haber hecho con toda la
cofradía de Pieria era echársela de comida a los perros. En ocasiones, ésta es
la impresión que se tiene hoy. Debe parecerlo porque es posible. En la lógica
de los acontecimientos, el único error sería tratar de falsificar la lógica,
ser desleal a la verdad. Sería trágico no comprender hasta que punto depende el
hombre de las artes. La clase de mundo que podría resultar de una excesiva
dependencia de las artes ya ha sido puesto en cuestión como si la disciplina de
las artes no fuese en ningún sentido una disciplina moral. No tenemos que
ocuparnos de eso aquí. Basta con haber puesto, en relación la poesía y la
pintura como fuentes de nuestra actual concepción de la realidad, sin afirmar
que sean las únicas fuentes, y como pilares de un tipo de vida, que al parecer
merece la pena vivirse con su ayuda, aun cuando hacer esto no sea sino una fase
del interminable estudio de una existencia, que es el tema heroico de todo
estudio.
En
El ángel necesario. Ensayos sobre la realidad y la imaginación
Traducción de Antonio J. Desmonts
Madrid, Visor, 1994
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