Miguel
Hernández y los carnívoros cuchillos.
Caídos sí, no
muertos, ya postrados titanes
Miguel Hernández
Sospecho que Miguel Hernández, el muchachón
de Orihuela que dijo Neruda, anda en el limbo de los poetas cívicos, olvidado y
romo, lejos del puntiagudo brío de sus carnívoros cuchillos. Pastoreando por
igual cabras y sonetos, versos libres y la sensualidad de la naturaleza,
frecuentaba de joven la biblioteca pública y leía a Virgilio y Verlaine gracias
a su amigo Luis Almarcha, canónigo local, que con el correr de los años llegó a
obispo de León. La morralla española, mantilla y rosario, echó sobre él, sobre su
corazón nutriente, un capote de paseo, negro, violentamente negro, hasta
terminar con su vida, bronquitis, tifus y tuberculosis, en la prisión de
Alicante un 28 de marzo de 1942. Tenía 31 años y la pluma llena de salvajes
metáforas.
Poeta por convicción que le brota del pecho
y el estómago, casi un desparecido de la cultura ajena a la resistencia
antifranquista, el que será tenaz combatiente republicano, publicaPerito en
lunas en Murcia, enero de 1933. La edición consta de 300 ejemplares y
aunque ha pasado ya por Madrid, frecuentado tertulias, pateado la calle sin
dinero, acarreado naranjas para regalar a sus benefactores y agitado un par de
cartas de recomendación, el libro enferma de indiferencia. Media docena de
distraídas reseñas. Llorará Hernández (Orihuela, 1910), en el melifluo hombro
de Lorca, consagrado ya, que le responderá con una breve nota de alabanza y
lejanos cumplidos. Arranca Hernández con tristeza de campesino y una poesía
culta, gongorina: el paso necesario. Su perseverancia superará el desafío.
Quiere ser poeta, ciudadano poeta, combatiente poeta, hortelano poeta, amante
poeta, todo, si puede ser, y poeta.
Anda Hernández cabizbajo y ausente por este
siglo XXI de extrañezas y extrañamientos, bajo la curtida piel del cielo, en el
reino oscuro del silencio. Salvo algunos especialistas, investigadores del
fonema, profesores de gruesa gafa, noctámbulos y melancólicos, y sus afines
ideológicos, cada vez menos (pese a las mareas de protesta), su poesía está
huérfana de lectores. Ha pasado demasiada agua bajo el puente desde 1942, agua
sucia, escoriada de franquismo y de la desmemoriada democracia de mercado, para
que sea reconocida la palabra de un escritor que llevó el compromiso lírico a
la batalla, a la barricada que separa la vida y la muerte. Eso que se denominó
compromiso -en 1930 era solo la lucha por la dignidad humana frente al
fascismo- la poesía social, de fuerte carga política y humana, no está de moda.
Poco a poco fue la
Generación del 27, Dámaso Alonso le consideró epígono del grupo,
recobrando su sitio en el panteón: azares y recomendaciones editoriales,
amistad y guiños intelectuales. Con el paso del tiempo, instalada la lógica
cultural de la socialdemocracia de consumo, inmersos en masificación del PSOE,
los poetas salieron de sus tumbas. Aniversarios, ediciones de obras completas,
homenajes en el Círculo de Bellas Artes, congresos a cargo de las diputaciones
y pagadores varios: reivindicaciones. Casi todos menos Miguel Hernández. Poeta
y comunista. Demasiado sintagma para nuestra pandereta nacional.
Repito la idea, círculo mágico contra el
culpable abandono, para hacerla visible en el texto. Como se repite
en Nanas de la cebolla la aterradora imagen de la herbácea, hija del
vientre de la tierra, convertida en “sangre de cebolla”. “Vuela niño en la
doble / luna del pecho. / Él, triste de cebolla. /Tú, satisfecho. / No te
derrumbes. / No sepas lo que pasa / ni lo que ocurre.” El tiempo se detiene y
veo a Hernández, voluntario en el Quinto Regimiento, cavando trincheras en
Cubas, afueras de Madrid, septiembre de 1936. Emilio Prados le sacará del duro
trabajo y empezará otras tareas, acorde con su talento, de agitación y
propaganda. Es el Hernández, si posible, más político, el que interioriza el
conflicto militar, el que observa la guerra como lucha de clases: la guerra de
España. El poeta ha luchado, miliciano, con el Campesino, y en Viento del
pueblo, publicaciones del Socorro Rojo Internacional, 1937, desplegará toda su
fuerza contenida, la pasión del combate justo. De Rosario, dinamitera a Sentado
sobre los muertos, pasando por El niño yuntero o Canción del
esposo soldado con el impresionante arranque “He poblado tu vientre de
amor y sementera”. Dedicado a Vicente Aleixandre, MH anotará en el prefacio:
“El pueblo espera a los poetas con la oreja y el alma tendidas al pie de cada
siglo”.
Cautivos y derrotados. La República ha perdido la
guerra. Esa que no podía ganar. La tierra se abre bajo los pies de Hernández.
El eminente Joaquín de Entrambasaguas, filólogo y contable de almacén, manda
destruir, abril de 1939, sin encuadernar, miles de copias de El hombre
acecha. El sendero del odio está custodiado por gastrónomos como el citado
catedrático. Poeta de la tierra, como si él mismo fuera surco, polvo o trigo,
poeta de atea religiosidad que escribe homenajes a su hijo muerto, a Dolores
Ibárruri, al hambre, a los soldados y pueblos de España, su poderío le hace
insoportable para los vencedores. Del verso libre al encasillado soneto. Del
soneto al verso libre. De Aleixandre a Neruda. Miguel Hernández, culto y
popular, niño pastor que no pudo estudiar, lector voraz y subversivo, rompe las
formas poéticas, desgarra las palabras, arrastra el ritmo por los entresijos de
su conciencia inquieta. Poco dado a elogios, Juan Ramón Jiménez escribirá en El
Sol, 23 de febrero de1936, de El rayo que no cesa, “Tienen su empaque
quevedesco los poemas, es verdad, su herencia castiza. Pero la áspera belleza
tremenda de su corazón arraigado rompe el paquete y se desborda como elemental
naturaleza desnuda.”
“No hay más historia de España que la que
ellos quieren”, se lee en Todo lo que se llevó el diablo (Tusquets,
2010), de Javier Pérez Andújar. Ni historia ni relato. Hernández es un fantasma
delgado que recorre veredas y acequias con un zurrón lleno de pan y queso,
versos dulces y envenenados, que claman por salir del lugar perdido, más allá
de la mentira, que la cultura liberal, neoliberal o postliberal les ha
asignado. No es un G27 ni un G36. Su generación es un puñado de libros
agrupados en unos dóciles volúmenes, Obra Completa, I y II, Espasa Calpe, 1992.
El purgatorio de los escritores es un espacio cerrado, claustrofóbico, infierno
de penas, atroz encierro para un mozo curtido en los desmontes. En 1925, por
orden de su padre padrone, abandonó los estudios con los jesuitas de Santo
Domingo y volvió a los animales. En el campo escribe versos místicos,
incendiados de amor, siguiendo el eco de Juan de la Cruz. MH vive rodeado de
cabras, damiselas de antaño, que rumian adjetivos y hierba fresca.
Enero de 1940. Antonio Buero Vallejo, preso
en la madrileña cárcel de Conde de Toreno, condenado a muerte, luego conmutada
la pena por treinta años, igual que MH, coge un lápiz, carboncillo, y dibuja el
rostro de Miguel para que su hijo sepa de su padre. El 4 de marzo, Hernández
envía el retrato a su mujer, Josefina Manresa, con una nota. “No quiero dejar
de cumplir en lo que puedo mi palabra, y ya que no puedo ir de carne y hueso,
iré de lápiz, o sea, dibujado por un compañero de fatigas, como verás, bastante
bien. Se lo enseñarás al niño todos los días para que vaya conociéndome, y así
no me extrañará cuando me vea.” Imaginemos la escena. Una cocina pequeña
blanqueada por una luz mediterránea que calienta el escaso alimento disponible.
El niño, en el regazo de su madre, contempla con asombrado un rostro extraño.
“Un carnívoro cuchillo / de ala dulce y homicida / sostiene un vuelo y un
brillo /alrededor de mi vida.
Diseccionados los poetas, devorados por
notas a pie de página que, como voraces hormigas, marcan el camino de las
páginas, urge saltarse normas y volver a la primitiva calidez de MH. Ajeno a
los tópicos, MH es un poeta de la vida y la transformación que merece una
pausada mirada máxime ahora, cuando la casta dominante y sus perros guardianes,
nos arrojan, de nuevo, al vertedero de la Historia. Nunca le
perdonaron su elegancia de poeta sencillo ni la fiereza de sus críticas. Para
ellos, la canalla que regentea esa España obscena y deprimente, por decir con
Cernuda, copio estos versos. “Hombres veo que de hombres / solo tienen, solo
gastan / el parecer y el cigarro, / el pantalón y la barba.”
Manuel
Fernández-Cuesta
***