miércoles, 8 de abril de 2015

Séptima elegía / Jiri Orten




Séptima elegía 


Le escribo, Karina, y no sé si está viva,
si no está usted ya donde no existe el deseo,
si mientras tanto ha llegado a su fin su aún crítica edad.
¿Está muerta? Pida, pues, a su losa
que se haga leve. Pida a las rosas, señora,
que vuelvan a cerrarse. Pida al disgregarse
que le lea el informe de mi disgregación.
La muerte calla a la vista de los versos
en los que voy a usted
tan cruelmente joven y ya maduro,
que en mi juventud me parezco a un rey
de un reino perdido. Pero usted sabe
cuántas alas nos faltan para echar a volar en el vuelo de un ángel
cómo reímos con la sangre y con la sangre lloramos.
Encontré mi caída y quiero decirle dónde sucedió.
Una vez en el cielo (esto de Dios lo escribo)
la transparencia se hirió de rojo celeste
y sangraba. Luego partió.Era el crepúsculo.
Tal vez fue sólo un sueño en el que soñaba
madre y padre, la casa, mis dos hermanos;
tal vez fue sólo un sueño en el que un hombre
se descubre a sí mismo bajo los círculos de agua del estanque;
tal vez fue sólo un sueño, espejo de la luna,
mas no debí soñarlo, si no me hubiera despertado luego,
no debía dejarme en las llamas que daban frío.

¡La caída de Dios! ¡qué caída! Luego está el niño solo,
sin la fuerza de la gracia que sabe
disminuir las dificultades, acortar la lejanía,
cerrar el infierno con el perfume y la violeta.
Y luego el niño está solo y se despierta y va
hacia una realidad de males. Piensa que no llegará.

El tiempo si no quiere no cura. El tiempo es un charlatán.
Una vez una mujer, llena de encantos,
la caída parecía un no-caer: estoy hablando de Narcisa.
Todo era leve. E inexpresablemente próximo
nos habló? el gozo. Fueron palabras
que nunca podrá disolver el viento,
era una lengua, la amada lengua materna
de labios, manos, ojos, cuerpos y del vientre amado,
donde la espléndida seguridad sobre un lecho se inclina;
era esa lengua que sin lengua habla.
¿Qué quería Narcisa, cuando ante sus espejos
se quedaba y las cosas de en torno al tocarlas rápidamente se helaban?
Como Narciso, su sombra, ella nada, no quería otra cosa
que contemplarse a sí misma sin alma, sin cuerpo,
en el transparente espejo, hallaba sólo palabras de belleza,
de dureza, más dura que el diamante,
anhelaba de sí misma saber en sueños ajenos.
No era como una fuente, sino que en fuentes se ahogaba.

Ah, ¿dónde brota aquello en cuyo seno fluimos?
¿De quién las noches insomnes tanto se han posado en mí
y se han dilatado tanto que ya no me queda espacio?
He encontrado mi caída. ¿Sobre qué? ¡Sobre el llanto!

Caían mis lágrimas. Caían sobre la ciénaga;
caían por un reino vivo de miseria y de lamento;
caían sin pudor, Karina, a usted le escribo,
pida a su losa, que con la lluvia lavo,
me siento como lluvia que llueve sobre su tumba,
me siento como un llanto, sin forma ni tiempo,
le escribo, Karina, y no sé si está viva,
si no está usted ya donde no existe el deseo,
si mientras tanto ha llegado a su fin su aún crítica edad.

Conozco a una niña. Es como un beso
todavía escondido en la boca, no se le permite más,
se despereza solamente al sol, que es tenue,
no quema, apaga la sed: adormece en el seno.
Es joven como la tierra, leve como el aliento,
como las hojas tiernas, como el alba y la felicidad.
También yo conozco hermosos días. ¿Mas donde me llevarán?
¿Lo sabía usted ya? ¿Y sabe usted, Karina?
Conozco también la grandeza de las mujeres: la espera de la madre,
tal vez regrese a ella un triste hijo.
Y conozco mi tierra, alegría sin causa,
y la fidelidad. Sí, pero ignoro dónde se encuentra ahora.
Conozco el despertar súbito de amarguras y desesperanzas,
mas conocer es muy poco, y muy poco es querer,
poco es saber la traición si el perdón es imposible.

La muerte calla en presencia de los versos, verá, lo sueño aún.
¿Ante qué tempestad calla? ¿Ante qué horror?
¿Qué entenderemos allí? ¿Qué nos disgrega?
¿Qué muere también allí? ¿Qué cae allí eternamente?
¿Los amores?

No quería, no quería callar,
perdonad a Narcisa, perdonad el pecado y al mundo,
encended una vela y rogad por la tierra,
que diciembre con su hielo no la postre demasiado,
que se le dé en abril lo que se les da a las flores,
que sea para ella la noche bandera en una torre,
que ondee hacia la luz, a la hora de los astros,
que los amantes la alaben por el dolor.

Tan cruelmente joven y ya maduro,
me río hasta sangrar y lloro lágrimas de sangre
y abandonado de Dios y a Dios abandonado,
le escribo, Karina, y no sé si estoy vivo...


Jiri Orten


***