Café-concierto
Las notas del pistón describen trayectorias
de cohete, vacilan en el aire, se apagan antes de darse contra el suelo.
Salen unos ojos pantanosos, con mal olor,
unos dientes podridos por el dulzor de las romanzas, unas piernas que hacen
humear el escenario.
La mirada del público tiene más densidad y
más calorías que cualquier otra, es una mirada corrosiva que atraviesa las
mallas y apergamina la piel de las artistas.
Hay un grupo de marineros encandilados ante
el faro que un “maquereau” tiene en el dedo meñique, una reunión de prostitutas
con un relente a puerto, un inglés que fabrica niebla con sus pupilas y su
pipa.
La camarera me trae, en una bandeja lunar,
sus senos semi-desnudos... unos senos que me llevaría para calentarme los pies
cuando me acueste.
El telón, al cerrarse, simula un telón
entreabierto.
Brest, agosto, 1920
Exvoto
A las chicas de Flores
Las chicas de Flores, tienen los ojos
dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería del Molino,
y usan moños de seda que les liban las nalgas en un aleteo de mariposa.
Las chicas de Flores, se pasean tomadas de
los brazos, para transmitirse sus estremecimientos, y si alguien las mira en
las pupilas, aprietan las piernas, de miedo de que el sexo se les caiga en la
vereda.
Al atardecer, todas ellas cuelgan sus
pechos sin madurar del ramaje de hierro de los balcones, para que sus vestidos
se empurpuren al sentirlas desnudas, y de noche, a remolque de sus mamas
—empavesadas como fragatas— van a pasearse por la plaza, para que los hombres
les eyaculen palabras al oído, y sus pezones fosforescentes se enciendan y se
apaguen como luciérnagas.
Las chicas de Flores, viven en la angustia
de que las nalgas se les pudran, como manzanas que se han dejado pasar, y el
deseo de los hombres las sofoca tanto, que a veces quisieran desembarazarse de
él como de un corsé, ya que no tienen el coraje de cortarse el cuerpo a
pedacitos y arrojárselo, a todos los que les pasan la vereda.
Buenos Aires, octubre, 1920
Pedestre
En el fondo de la calle, un edificio
público aspira el mal olor de la ciudad.
Las sombras se quiebran el espinazo en los
umbrales, se acuestan para fornicar en la vereda.
Con un brazo prendido a la pared, un farol
apagado tiene la visión convexa de la gente que pasa en automóvil.
Las miradas de los transeúntes ensucian las
cosas que se exhiben en los escaparates, adelgazan las piernas que cuelgan bajo
las capotas de las victorias.
Junto al cordón de la vereda un quiosco
acaba de tragarse una mujer.
Pasa: una inglesa idéntica a un farol. Un
tranvía que es un colegio sobre ruedas. Un perro fracasado, con ojos de
prostituta que nos da vergüenza mirarlo y dejarlo pasar.
De repente: el vigilante de la esquina
detiene de un golpe de batuta todos los estremecimientos de la ciudad, para que
se oiga en un solo susurro, el susurro de todos los senos al rozarse.
Buenos Aires, agosto, 1920
En Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922)
Obra, Buenos Aires, Losada, 1968
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