No vuelvas, ve,
vete, a otra parte, cambia de ruta, aunque sigas en la misma… Hace diez años
por estas fechas andaba por Valparaíso y un día fui en autobus a Isla Negra.
Era un día de borrasca, con el mar bravo, agua y mucho viento. “Tengo que ir”,
me había dicho desde que me regalaron por Navidad (¿1970?),Una casa en la arena,
el libro de Neruda con fotografías de Sergio Larrain, un fotógrafo que me
entusiasma. Un sueño cumplido. No puedo decir que no sintiera ninguna
emoción: por Neruda y sus poemas, por sus cosas, por el amor maniático a estas
en el que me reconocía entonces y luego solo a ratos. Regresé en otra
ocasión y las dos veces sentí lo que siente el peregrino literario: valía la
pena el viaje, pero el santuario, entre el negocio malencarado y la barraca de
feria, decepcionaba. Te tienen que gustar mucho Neruda y los cachivaches (los
suyos y los tuyos) para dejarte llevar por el arrobo místico. Y las cosas, las
cosas, su peso, se va a adelgazando con el tiempo y no hay culto que las pueda
mantener vivas. Antes de tomar el bus de regreso, estuve mucho tiempo, lo
tenía, en la playa, sentado en una roca, mirando el mar y pensando en lo que
piensa todo el mundo. Entre los poemas de Neruda y las fotografías de Larrain,
y aquel mar enbravecido y sus cantos rodados en concierto de truenos habían
pasado treinta años, más de treinta años. Un chaparrón me hizo regresar a
los alrededores de la casa y buscar refugio en un chiringuito. Me
arrepiento de no haber comprado un barco metido en una botella para añadir a mi
colección, pero me dio flojera. Y por lo que respecta a los mascarones.
Mascarones de proa de Neruda, de Céline y de Baroja… Una vez estuve a punto de
comprar un mascarón de proa en Las Pulgas de Paris y me arrepentí a tiempo. No
sé si volveré a vivir la encrucijada de Isla Negra. Ahora mismo la estoy
viviendo en el papel, que no otra cosa es escribir de lo vivido.
Miguel Sánchez-Ostiz
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