jueves, 14 de marzo de 2013

La pérdida del reino / Rafael Reig






Si a causa de alguna arbitrariedad intolerable fuera yo nombrado ministro de Cultura, mi primera decisión sería prohibir, bajo pena de cárcel, la lectura de más o menos la mitad de la obra poética de Rubén Darío.
Tal y como constaría en la exposición de motivos de mi decreto ley, esa mitad, la que aparece en los libros escolares, es el gran obstáculo que impide leer la otra mitad de su poesía. Basta con hacerle leer a un chaval que está linda la mar y el viento para que corra en dirección contraria a ponerse a cubierto.
Desde el pupitre del cole hasta pasados los treinta, me había mantenido lo más lejos posible del autor que sentía en el alma una alondra cantar; pero entonces ciertas obligaciones académicas me impusieron su lectura, que acometí a cierra ojos, con el único auxilio de un cartón de tabaco y una botella de whisky.
Fue un deslumbramiento.
Quizá haya sido Darío, según decía Gabriel Ferrater, una de las personas que más miedo han pasado en este mundo.
¿Qué le asustaba tanto?
Tenía miedo al pecado o a sí mismo, al más allá, a la oscuridad y al dolor, al recuerdo y al olvido, a la muerte y a la vida misma.





Hablaba César Vallejo de un mutilado, un hombre que perdió el rostro en el amor y no en el odio. Lo perdió en el curso normal de la vida y no en un accidente. Lo perdió en el orden de la naturaleza y no en el desorden de los hombres.
Así era Darío, asustado por la vida diaria más que por los fantasmas; por el orden mismo de la naturaleza más que por el desorden de los hombres.
Dicen que a veces dormía con cuatro cirios encendidos en las esquinas de la cama, tenía visiones, frecuentaba espiritistas, recibía amenazas inaudibles… y todo ello le daba sed, mucha sed.
Siempre tenía sed. Tanta, que murió antes de cumplir cincuenta, de cirrosis hepática.

Enfermo, una noche se despertó aterrado y le dijo a su hermana que había visto cómo descuartizaban mi cuerpo y se disputaban mis vísceras.
Y así fue.
A Rubén Darío le fotografiaron varias veces mientras agonizaba, tumbado de medio lado, sobre el costado izquierdo, quizá para no apoyar en el colchón el hígado convertido en piedra. Tenía un crucifijo entre las manos (regalo de Amado Nervo) y llevaba puesto un reloj de pulsera.
Tras su muerte, le extrajeron todas las vísceras, para que su cadáver no se corrompiera en mitad del homenaje de seis días de duración que le tenían preparado las autoridades.
El doctor Debayle quería examinar su cerebro, interesado en saber si pesaba más que el de Víctor Hugo. Por su parte, el doctor Murillo, también presente, había hecho un trato para vender el cerebro de Rubén Darío en Argentina. Así que acabaron disputándose el despojo del poeta, en plena calle, casi a bastonazos. Tuvo que intervenir la policía, que se incautó del casus belli y le hizo las fotos de ordenanza, antes de entregárselo a su viuda oficial.





El cerebro sigue en paradero desconocido, unos afirman que estuvo en poder de los sandinistas, otros dicen que Somoza lo entregó a un burdel: alguien dice que lo vio junto al cuerpo de Evita Perón, otros lo sitúan en compañía del brazo incorrupto de Santa Teresa. Por si acaso lo reconoces, ésta es una de las fotos que tomó la policía.
A lo largo de su vida, Darío escribió muchos poemas de miedo. He escogido uno de los tres que llevan el título “Nocturno”:

Los que auscultasteis el corazón de la noche,
los que por el insomnio tenaz habéis oído
el cerrar de una puerta, el resonar de un coche
lejano, un eco vago, un ligero 
rüido ...
En los instantes del silencio misterioso,
cuando surgen de su prisión los olvidados,
en la hora de los muertos, en la hora del reposo,
sabréis leer estos versos de amargor impregnados...
Como en un vaso vierto en ellos mis dolores
de lejanos recuerdos y desgracias funestas,
y las tristes nostalgias de mi alma, ebria de flores,
y el duelo de mi corazón, triste de fiestas.
Y el pesar de no ser lo que yo hubiera sido,
la pérdida del reino que estaba para mí,
el pensar que un instante pude no haber nacido,
¡y el sueño que es mi vida desde que yo nací!
Todo esto viene en medio del silencio profundo
en que la noche envuelve la terrena ilusión,
y siento como un eco del corazón del mundo
que penetra y conmueve mi propio corazón.

La diéresis en rüido obedece, por supuesto, a la métrica, hay que leerlo sin diptongo para que el verso sea alejandrino.
El primer cuarteto nos sitúa en el ambiente de peli de terror, con el destello del verbo auscultar(que reaparecerá en los últimos versos, en los ecos del corazón del mundo). Es un verbo que añade connotaciones de gravedad y atención profunda y silenciosa a un latido que el fonendoscopio amplía hasta la obsesión.
Como el poema es de género, pura serie B, y nada menos que de terror, se dirige a los aficionados, a esos lectores que sabrán entender, como dice el segundo cuarteto, los que valoran a los muertos vivientes y a los ladrones de cuerpos. El poema se convierte así en un vaso en el que Darío vierte su dolor y se lo da a beber a los lectores.




¿Un vaso? ¡Naranjas! Quiere decir un cáliz, pero no se atreve del todo. En otros poemas no deja lugar a dudas su identificación con Jesucristo: su vida es un sacrificio, un martirio, una crucifixión; y ni siquiera está seguro de redimir a nadie. Al fin y al cabo, ¿no tiene visiones de que se jugarán su túnica a los dados o se disputarán sus vísceras? Es el Darío más cercano al Romanticismo: los lectores exigen carne y sangre, no sólo leen versos, son poetófagos, caníbales que se comen al poeta entero.
El siguiente cuarteto toma impulso en el anterior para acentuar el tono religioso: la pérdida del reino, que es también la pérdida del Reino, con mayúsculas, es decir, el de los cielos.
¿Tiene miedo Darío a la condenación eterna? Sin duda. No solo por sus pecados (multitudinarios y sin remedio, que no le han dejado ser lo que yo hubiera sido), sino también porque, según creo yo, hace años que ha dejado de creer en ninguna salvación: después de la muerte nos deshacemos en la nada.
Ese es para él el verdadero espanto y, como decía más arriba, es un escalofrío provocado por el orden natural, no por el desorden. Ese orden natural es el eco del corazón del mundo / que penetra y conmueve mi propio corazón.




Su corazón no es diferente del pétalo de rosa que cae a tierra. Como dice en el poema “Caracol”, al acercarse al oído (al auscultar) una caracola encontrada en la playa:
y oigo un rumor de olas y un incógnito acento
y un profundo oleaje y un misterioso viento…

(El caracol la forma tiene de un corazón.)
También aquí hay algo de Romanticismo, movimiento que exaltaba la naturaleza. Pero, según un slogan que inventamos con Antonio Orejudo cuando éramos estudiantes, el problema del Romanticismo es que: “el mal también es natural”.
En cierto modo, Darío está siempre en la larga noche del Huerto de los Olivos, aterrado por su sacrificio, un dolor sin sentido, que ni siquiera le redimirá a él.
Este es el miedo de Darío: miedo a la nada, que se vuelve terror en él, una de las personas más infelices y más partidarias de la felicidad que hayan alegrado este mundo, porque, como diría Faulkner, entre el dolor y la nada siempre escogía el dolor.
Por eso, en otro de los poemas titulado “Nocturno”, habla del horror de ir a tientas, /en intermitentes espantos y de la pesadilla brutal de este dormir de llantos.
Sin embargo, más que los poemas de miedo, a mí a veces me asustan algunos de sus últimos poemas de amor.





En 1899 Valle-Inclán y Amado Nervo llevaron a Darío a la Casa de Campo, donde Darío se enamoró ex abrupto, como acostumbraba, de la hija de un guarda del parque, Francisca Sánchez. Ella tenía veintitrés años y era analfabeta. Se instalaron en un piso alquilado de la calle marqués de Santa Ana, tuvieron hijos y permanecieron juntos hasta el final. A su lado, con Paca, lazarillo de Dios que le acompaña, escribió Darío su mejor libro, los excepcionales poemas de Cantos de vida y esperanza. No tenían un duro y el poeta aceptó participar en una gira a ver si conseguía algo para Paca y Güicho, el hijo de ambos, Rubén Darío Sánchez.
El 25 de octubre de 1914 zarpó de Barcelona el Vicente López. Darío estaba tan borracho que no pudo ni salir a cubierta a despedirse de Güicho y Paca. Nunca volvió a verlos.
En Nueva York le hospitalizaron y acabó pidiendo dinero por las calles con un poeta colombiano, Juan Arana Torrol. Al final consiguió llegar a Nicaragua. Dicen que sus últimas palabras fueron: “Siento en el bajo vientre como una placa de fuego”.
Poco antes había dejado escrito uno de esos poemas de amor que dan tanto miedo. Acaba así:
¡Hacia la fuente de noche y de olvido,
Francisca Sánchez, acompañamé...!
En ese acento coloquial y desgarrador de acompañamé está para mí la fuente del verdadero miedo.

Rafael Reig



***