viernes, 11 de enero de 2013

A TRAVÉS DE VALLEJO, JULIO VÉLEZ / JOSÉ RAMÓN RIPOLL





A TRAVÉS DE VALLEJO, JULIO VÉLEZ

JOSÉ RAMÓN RIPOLL



         Como un paciente y hábil escultor, el tiempo perfila los recuerdos más vívidos, moldea sus formas, penetra en sus pliegues secretos  y, por fin, todo aquello que estuvo ensombrecido por la ausencia o la pérdida, la nostalgia o la angustia, se muestra luminoso y natural, a veces con más esplendor del que gozaba en sus orígenes . Creo que casi todos los que nos hemos sentido cerca de Julio Vélez hemos sufrido esta transformación en la memoria. Conforme han ido pasando los años, su figura ha vuelto a adquirir el brillo que le pertenecía, el sosiego derivado de su inteligencia y el pulso armónico de sus pasiones. Al releer su obra poética completa con motivo de la edición de su obra poética completa, he podido comprobar de nuevo cómo en este caso los conceptos de vida y poesía no andan por separado, ni siquiera es el uno resultado del otro, sino que nacen a la vez de una misma unidad que se alimenta a sí misma para existir inseparablemente.  Quienes tuvimos la suerte de conocerlo personalmente supimos muy pronto que sus versos cumplían una función casi respiratoria, tal vez no fueran más que una necesidad de tomar aire para expulsarlo de nuevo hacia fuera, desde la cima de su conciencia más que desde el fondo de sus delicados pulmones, porque aunque el poeta sabía que el aliento poético procedía de un lugar cercano al corazón, intuía que su sustancia se concentraba en otro espacio, donde las palabras destinadas a componer la realidad -quizás para transformarla- se entremezclaban con voces antiguas, escondidas, sin claras referencias, pertenecientes al patrimonio de la memoria compartida.  Y es que el ideal que otorgó significado a su vida y obra fue precisamente el de la participación, en el sentido de compartir los valores y dones que la naturaleza ha depositado sobre la humanidad. De ahí la inquebrantable vocación de lucha del escritor, no sólo en el orden ético, en cuanto al buen reparto social se refiere, sino en el estético y artístico, pues estaba convencido de que no era posible comenzar ningún tipo de revolución sin una metamorfosis paralela de la materia sensitiva. Fue precisamente esta premisa la que le llevó a militar con ahínco en partidos y plataformas políticas desde una clara conciencia cultural que, en muchas ocasiones. sobrepasaba el sistemático pensamiento del aparato dirigente. 





No tengo muy claro quién propicio nuestro primer encuentro, pero estoy seguro de que ocurrió en Granada una mañana veraniega de 1973. Yo asistía como alumno a los Cursos Manuel del Falla y andaba eufórico tras haber escuchado la noche anterior a la Filarmónica de Berlín bajo la dirección de Karajan en la Alhambra.  Nos presentaron en un bar y nos faltó tiempo para empezar a conversar sobre la experiencia de la música,  la poesía y la manera de hacer llegar todo ese caudal a los demás, canalizándolo inevitablemente a través de la acción política, con el  principal objetivo de desatascar las tuberías oxidadas de la dictadura franquista , alcanzar un mínimo de libertades e iniciar un cambio de rumbo político que nos aproximara a una gesta social de mayor alcance. Esa misma tarde, Julio y su primera mujer, María Sáinz,  me acercaron en coche hasta Sevilla –ciudad donde yo estudiaba por aquellas fechas- y durante el viaje no paramos de hablar de proyectos, entre ellos de la creación de un frente de intelectuales antifascistas que el propio Julio intentaba poner en marcha en Andalucía. Por aquella época yo hacía mis primeros intentos poéticos con el gaditano grupo literario Marejada. Así pues, no sólo le mostré mi disposición a colaborar personalmente en el proyecto, sino a persuadir a mis colegas para incorporarlos a tan delicada tarea. Me pidió que los reuniera en Cádiz y nos dimos una cita para el domingo próximo en una céntrica cafetería. Allí acudimos varios miembros del grupo –entre ellos el poeta Jesús Fernández Palacios- a la hora convenida y no apareció nadie más. Conforme pasaban los minutos me convencieron de que me habían trazado una trampa y que el tal Julio sería probablemente un policía. Cautelosamente nos retiramos del lugar, y de esa creencia participé con los allí congregados durante un tiempo, hasta que nos volvimos a encontrar en Madrid año y medio más tarde, justo el periodo que Julio permaneció encarcelado desde que lo detuvieron unos días antes de la prevista reunión. Cuando le conté lo sucedido, se carcajeaba. ¡El poeta entre rejas y nosotros pensando que era un poli! 



         

Ya en Madrid Julio y yo volvimos a coincidir en la faena de la reconstrucción democrática. Me llevó a conocer a Aurora de Albornoz, en cuyo salón se reunía lo más pintado de la roja intelectualidad. Aurora, entre otras muchas cosas, nos enseñó a mirar la obra de Cesar Vallejo desde una perspectiva poliédrica, es decir, sabiendo escuchar los sentidos y voces contrarias que se encerraban en el texto y multiplicaban su significado, al tiempo que nos insistía en que el compromiso del poeta con el lenguaje y la sociedad podía y tenía la obligación de situarse más allá de la mera denuncia panfletaria o de la fácil retórica popularista. Quien acabó convirtiéndose de algún modo en nuestra maestra dirigía las reuniones clandestinas con su larga boquilla desde el sofá de su sala, dotando cada sesión de cierto aire crítico y creativo, ausente en la mayoría de conciliábulos del momento. Allí se hablaba de todo, desde las nuevas estrategias para acabar con los restos del franquismo, hasta las posibles concomitancias de Juan Ramón Jiménez o Cernuda con Carlos Marx y Gramsci. Recuerdo las eternas discusiones de Julio con unos y con otros, quizás porque de todos los que allí coincidíamos él era quien poseía mayor base teórica marxista, que aunque a veces nos pareciera demasiado ortodoxas, la sabía adaptar con acierto a la realidad presente. Nunca le observé  el mayor reparo en aparcar sus posiciones para lograr acuerdos que nos permitieran a todos caminar cómodamente en una misma dirección, con el primer objetivo de ir desmontando ciertas estructuras ideológicas ya  obsoletas y alcanzar un ámbito común de libertades cívicas. 





A veces me pregunto por qué Julio Vélez no se dedicó más activamente a la política ya en los años de asentamiento democrático, pues estoy seguro de que su capacidad de consenso y reflexión hubiera enriquecido el panorama parlamentario español, pero inmediatamente pienso que, además de ser fiel a sus convicciones y principios, tuvo siempre claro que su labor se fundamentaba en el terreno de la cultura y el pensamiento, cuyo cultivo permanente iba enraizando su independencia.  Sin abandonar nunca sus inquietudes y vindicaciones sociales, la balanza se inclinó hacia la poesía en todas sus vertientes. Por un lado, su mirada poética fue ensanchando el ángulo de visión, no sólo en cuanto a la creación de nuevos proyectos, sino en la manera de contemplar el mundo. Por otro, esta amplitud de miras lo condujo a las aulas universitarias, como un medio de vida práctico para seguir escribiendo y con la convicción de que a través de la enseñanza y la participación de la poesía podrían modificarse las relaciones humanas. Y así fue. Aunque no tuve demasiado contacto con el mundo académico de Julio durante su docencia en la Universidad de Salamanca, sí que me topé con más de uno de sus alumnos que me hablaron enardecidamente del modo en que el poeta-profesor transmitía sus apreciaciones y análisis del texto poético. Lejos de ejercer como enseñante al uso, Julio se bajaba de la tarima y leía a sus discípulos con entusiasmo los versos de Vallejo, Neruda o Huidobro, tratando de que el poema fuera asimilado desde el interior de cada uno de los presentes y lograran incorporarlo a su patrimonio particular, hasta hacer que sus versos resultaran propios y familiares, históricos y colectivos. Como buen vallejiano creó una manera de acercarse al poema y, en concreto, a la poesía del peruano, con un particular fervor humanista que lo apartaba de las frías disecciones universitarias. La obra de Vallejo se convierte así en una hogaza de la que todos participan para alimentarse, aprender y crecer como hombres distintos. Sin embargo, este deslumbramiento no ciega para nada las facultades interpretativas del investigador, como bien podemos constatar en la edición que llevara a cabo de Poemas en prosa, Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz (Cátedra, 1988). En el estudio preliminar de ese volumen se lee un aserto que bien podría aplicarse al concepto general que Julio tenía sobre su propia poética: “La asimilación y transformación de los materiales artísticos de la realidad le permiten a Vallejo entender la misma realidad como substancia básica de la poesía… Pero, a la par, al ser la transformación resultado de diversas gradaciones de la asimilación, la substancia básica, es decir, la realidad, da una determinada constelación del cosmos poético. Un predeterminado margen que de ser traspasado, difuminaría el análisis riguroso del poema o, de lo que es lo mismo, de la conversión en sensibilidad de la substancia básica.”  En este esquema dialéctico se mueven la poesía y la vida como dos elementos de una misma unidad que se retroalimentan entre sí, o un todo donde un “margen de variabilidad” puede otorgar y otorga materia sensitiva a la esencia del poema.





En los muchos debates públicos y privados en los que participó sobre la función de la poesía en la vida cotidiana, continuamente Julio Vélez recurría al paradigma de Cesar Vallejo, e instaba a observar cómo en este caso el compromiso del escritor andaba muy por encima de fotografiar la realidad, la denuncia social o simplemente de hacerse eco del quejido colectivo. Siempre recurría a Trilce, a la invención del lenguaje y la descomposición sintáctica que tienen lugar entre los  versos de ese poemario como analogía de un deseo de emancipación radical. Sin embargo consideraba reaccionarios y anquilosados a muchos poetas del momento que, en nombre de la realidad y de un presunto compromiso con su apariencia, seguían utilizando fórmulas y procedimientos del pasado, bajo excusa de no ser entendidos por la mayoría,  premisa contra la que Julio se rebelaba debido a la argumentación demagógica que portaba en sí misma, pues el hecho de considerar las posibilidades del lector por debajo de las auténticas necesidades expresivas e indagadoras del autor le resultaba, cuando menos, arrogante. Dicha realidad- comentaba- debía ser procesada en el laboratorio sentimental del poeta y no utilizada de forma notarial ni linealmente, sino de manera fragmentaria, e incluso imaginada,  capaz de crear desde sus consistentes materiales otra realidad, no por poética menos verosímil, y a su vez transformadora de la primera. Julio apuntaba al fenómeno del cante jondo -otra de sus pasiones- para contravenir tales supuestos. El flamenco –pensaba- lejos de pertenecer al folclore y manifestarse como una expresión colectiva, surgía de un drama interior que se desarrollaba en el entorno de una soledad compartida. Las letras y músicas - anónimas y populares- de su patrimonio no son simples expresiones de una emoción primaria, ni están construidas para que las entienda nadie, sino que, en lucha abierta con la forma y con el propio lenguaje, alcanzan una complejidad metafórica digna de la más alta y profunda poesía. Lo demás era “nacionalflamenquismo”, término acuñado por el propio Julio, bajo el que se agolpaba el sentimentalismo más zafio y adulterado de un arte pretendidamente espontáneo e ideologizado desde el poder.



Me atrevería a afirmar que la obra de Julio Vélez evoluciona conforme el autor relee a Vallejo, y no porque su poesía pertenezca a la estirpe vallejiana por forma o por verbo, como bien sostiene Anthony  L. Geist en el estudio preliminar de este volumen, sino porque las diferentes lecturas que nuestro autor va formulando a lo largo de su vida transforman su visión poética, ensanchan su espiritualidad y, aunque en direcciones a veces contrapuestas, diversifican su lenguaje. Vallejo, pues, podría ser considerado aquí como una brújula, un libro de horas o una carta vital en la que Julio escribe con voz autónoma, nacida  sin embargo del más profundo aliento de su maestro, a quien no paró de difundir y propagar. Seguramente Julio leyó a Vallejo siendo muy joven, y entre 1970 y 1974 escribe Laocoonte (Sensemayá Chororó, 1978), poemario en el que aprecio cierta similitud con el poema “Pedro Rojas”,  perteneciente a España, aparta de mi este cáliz, en cuanto a la fragmentalidad del texto se refiere, los nombres propios, los recuerdos agolpados y, al mismo tiempo, dispuestos en un estructurado crisol de la memoria mítica.
La admiración de Julio por el Cholo de Santiago de Chuco se tradujo en múltiples manifestaciones, además de su determinante tesis doctoral, entre las que destaca el simposio que, con motivo del cincuentenario de su muerte, organizó Julio en las ciudades de Toledo y Madrid. A los estudiosos históricos de la obra vallejiana, Américo Ferreri, Saúl Yurkievich o Juan Mejía Baca, se unieron nuevas y vejas voces, como la de Jesús Fernández Palacios, Tony Geist o Rafael Alberti. Aquellas testimoniales y acaloradas conversaciones significaron para mí y para varios escritores y profesores españoles asistentes a las jornadas un fuerte acicate para estudiar, no sólo a Vallejo, sino a una heredad desconocida para la mayoría de nosotros y que permanecía floreciente en los territorios de América. Julio impulsaba la discusión, ilustrada siempre con un buen vino y. en este caso, como homenaje al Cesar, con varios piscos sour en casa del embajador del Perú,  hasta que casi nos tuvieron que echar, porque no había quien se fuera de allí






Nos acompañó siempre la risa, las lecturas compartidas, la crítica, la discusión política, las complicidades y la amistad. Recuerdo nítidamente las caras de Julio cuando compartimos habitación con Jesús Fernández Palacios en un congreso de escritores en Canarias, en 1979, donde nos encontramos con Rulfo, Onetti, Celso Emilio Ferreiro en sus últimos días y Ernesto Mejía Sánchez. Bebimos, recitamos, conspiramos y cantamos. Una de aquellas noches ebrias, Julio comenzó a hablar de sí mismo, de su pueblo, de su madre y de sus más hondos sentimientos, pero yo no pude escucharle porque caí víctima del sueño, inducido antes de tiempo por los bebedizos rituales de la tarde. En broma me reprochaba los ronquidos que emitía, mientras él desgranaba a Vallejo a las tres de la madrugada. Podría decirse, sin ánimos reduccionistas, que en esa tarea centró su vida nuestro poeta, quizá porque sus averiguaciones e intuiciones acerca de la obra vallejiana le invitaban a recorrer el laberinto de su propia existencia. Como un pan abierto ofrecía el poema a los otros en la complicidad de la metáfora y en el convencimiento de la participación, porque en definitiva de eso se trataba. Fue ese mismo poema el que sus hijos le llevaron a un hospital del sur Francia como regalo de despedida. Qué curioso. Hasta como Vallejo, murió en Francia. Le leyeron “Masa” en voz alta y quiso apretar el poema entre su puño. Nadie podía creerlo. Se acababa el año 1992 y estaba con Jesús Fernández Palacios preparando uno de los primeros números de RevistAtlántica de poesía en su casa gaditana, cuando sonó el teléfono. Era el amigo Miguel Ángel Nieto quien nos daba la inesperada noticia de la muerte de Julio. Escribí entonces un breve obituario para el diario El Mundo con la misma emoción que ahora revivo cuando rubrico estas palabras, ya perfiladas por el tiempo, recordando una sonrisa eterna entre los versos del poeta:
“Aire de amor.
Y en la luz de la muerte; pájaros del aire.
Y sólo el amor
a secas me da la luz más allá de la muerte”

Cádiz-Madrid, mayo de 2012

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