A
TRAVÉS DE VALLEJO, JULIO VÉLEZ
JOSÉ RAMÓN RIPOLL
Como un paciente y hábil escultor, el
tiempo perfila los recuerdos más vívidos, moldea sus formas, penetra en sus
pliegues secretos y, por fin, todo
aquello que estuvo ensombrecido por la ausencia o la pérdida, la nostalgia o la
angustia, se muestra luminoso y natural, a veces con más esplendor del que
gozaba en sus orígenes . Creo que casi todos los que nos hemos sentido cerca de
Julio Vélez hemos sufrido esta transformación en la memoria. Conforme han ido
pasando los años, su figura ha vuelto a adquirir el brillo que le pertenecía,
el sosiego derivado de su inteligencia y el pulso armónico de sus pasiones. Al
releer su obra poética completa con motivo de la edición de su obra poética
completa, he podido comprobar de nuevo cómo en este caso los conceptos de vida
y poesía no andan por separado, ni siquiera es el uno resultado del otro, sino
que nacen a la vez de una misma unidad que se alimenta a sí misma para existir
inseparablemente. Quienes tuvimos la
suerte de conocerlo personalmente supimos muy pronto que sus versos cumplían
una función casi respiratoria, tal vez no fueran más que una necesidad de tomar
aire para expulsarlo de nuevo hacia fuera, desde la cima de su conciencia más
que desde el fondo de sus delicados pulmones, porque aunque el poeta sabía que
el aliento poético procedía de un lugar cercano al corazón, intuía que su
sustancia se concentraba en otro espacio, donde las palabras destinadas a componer
la realidad -quizás para transformarla- se entremezclaban con voces antiguas,
escondidas, sin claras referencias, pertenecientes al patrimonio de la memoria
compartida. Y es que el ideal que otorgó
significado a su vida y obra fue precisamente el de la participación, en el
sentido de compartir los valores y dones que la naturaleza ha depositado sobre
la humanidad. De ahí la inquebrantable vocación de lucha del escritor, no sólo
en el orden ético, en cuanto al buen reparto social se refiere, sino en el
estético y artístico, pues estaba convencido de que no era posible comenzar
ningún tipo de revolución sin una metamorfosis paralela de la materia sensitiva.
Fue precisamente esta premisa la que le llevó a militar con ahínco en partidos
y plataformas políticas desde una clara conciencia cultural que, en muchas
ocasiones. sobrepasaba el sistemático pensamiento del aparato dirigente.
No
tengo muy claro quién propicio nuestro primer encuentro, pero estoy seguro de
que ocurrió en Granada una mañana veraniega de 1973. Yo asistía como alumno a
los Cursos Manuel del Falla y andaba eufórico tras haber escuchado la noche
anterior a la Filarmónica
de Berlín bajo la dirección de Karajan en la Alhambra. Nos presentaron en un bar y
nos faltó tiempo para empezar a conversar sobre la experiencia de la música, la poesía y la manera de hacer llegar todo
ese caudal a los demás, canalizándolo inevitablemente a través de la acción
política, con el principal objetivo de
desatascar las tuberías oxidadas de la dictadura franquista , alcanzar un
mínimo de libertades e iniciar un cambio de rumbo político que nos aproximara a
una gesta social de mayor alcance. Esa misma tarde, Julio y su primera mujer, María
Sáinz, me acercaron en coche hasta
Sevilla –ciudad donde yo estudiaba por aquellas fechas- y durante el viaje no
paramos de hablar de proyectos, entre ellos de la creación de un frente de
intelectuales antifascistas que el propio Julio intentaba poner en marcha en
Andalucía. Por aquella época yo hacía mis primeros intentos poéticos con el gaditano
grupo literario Marejada. Así pues, no sólo le mostré mi disposición a
colaborar personalmente en el proyecto, sino a persuadir a mis colegas para incorporarlos
a tan delicada tarea. Me pidió que los reuniera en Cádiz y nos dimos una cita
para el domingo próximo en una céntrica cafetería. Allí acudimos varios
miembros del grupo –entre ellos el poeta Jesús Fernández Palacios- a la hora
convenida y no apareció nadie más. Conforme pasaban los minutos me convencieron
de que me habían trazado una trampa y que el tal Julio sería probablemente un
policía. Cautelosamente nos retiramos del lugar, y de esa creencia participé
con los allí congregados durante un tiempo, hasta que nos volvimos a encontrar
en Madrid año y medio más tarde, justo el periodo que Julio permaneció
encarcelado desde que lo detuvieron unos días antes de la prevista reunión.
Cuando le conté lo sucedido, se carcajeaba. ¡El poeta entre rejas y nosotros
pensando que era un poli!
Ya en Madrid Julio y yo volvimos a coincidir
en la faena de la reconstrucción democrática. Me llevó a conocer a Aurora de
Albornoz, en cuyo salón se reunía lo más pintado de la roja intelectualidad.
Aurora, entre otras muchas cosas, nos enseñó a mirar la obra de Cesar Vallejo
desde una perspectiva poliédrica, es decir, sabiendo escuchar los sentidos y
voces contrarias que se encerraban en el texto y multiplicaban su significado,
al tiempo que nos insistía en que el compromiso del poeta con el lenguaje y la
sociedad podía y tenía la obligación de situarse más allá de la mera denuncia
panfletaria o de la fácil retórica popularista. Quien acabó convirtiéndose de
algún modo en nuestra maestra dirigía las reuniones clandestinas con su larga
boquilla desde el sofá de su sala, dotando cada sesión de cierto aire crítico y
creativo, ausente en la mayoría de conciliábulos del momento. Allí se hablaba
de todo, desde las nuevas estrategias para acabar con los restos del
franquismo, hasta las posibles concomitancias de Juan Ramón Jiménez o Cernuda
con Carlos Marx y Gramsci. Recuerdo las eternas discusiones de Julio con unos y
con otros, quizás porque de todos los que allí coincidíamos él era quien poseía
mayor base teórica marxista, que aunque a veces nos pareciera demasiado
ortodoxas, la sabía adaptar con acierto a la realidad presente. Nunca le observé el mayor reparo en aparcar sus posiciones
para lograr acuerdos que nos permitieran a todos caminar cómodamente en una
misma dirección, con el primer objetivo de ir desmontando ciertas estructuras
ideológicas ya obsoletas y alcanzar un
ámbito común de libertades cívicas.
A veces me pregunto por qué
Julio Vélez no se dedicó más activamente a la política ya en los años de
asentamiento democrático, pues estoy seguro de que su capacidad de consenso y
reflexión hubiera enriquecido el panorama parlamentario español, pero inmediatamente
pienso que, además de ser fiel a sus convicciones y principios, tuvo siempre
claro que su labor se fundamentaba en el terreno de la cultura y el pensamiento,
cuyo cultivo permanente iba enraizando su independencia. Sin abandonar nunca sus inquietudes y
vindicaciones sociales, la balanza se inclinó hacia la poesía en todas sus
vertientes. Por un lado, su mirada poética fue ensanchando el ángulo de visión,
no sólo en cuanto a la creación de nuevos proyectos, sino en la manera de contemplar
el mundo. Por otro, esta amplitud de miras lo condujo a las aulas
universitarias, como un medio de vida práctico para seguir escribiendo y con la
convicción de que a través de la enseñanza y la participación de la poesía podrían modificarse las relaciones
humanas. Y así fue. Aunque no tuve demasiado contacto con el mundo académico de
Julio durante su docencia en la
Universidad de Salamanca, sí que me topé con más de uno de
sus alumnos que me hablaron enardecidamente del modo en que el poeta-profesor transmitía
sus apreciaciones y análisis del texto poético. Lejos de ejercer como enseñante
al uso, Julio se bajaba de la tarima y leía a sus discípulos con entusiasmo los
versos de Vallejo, Neruda o Huidobro, tratando de que el poema fuera asimilado
desde el interior de cada uno de los presentes y lograran incorporarlo a su
patrimonio particular, hasta hacer que sus versos resultaran propios y
familiares, históricos y colectivos. Como buen vallejiano creó una manera de
acercarse al poema y, en concreto, a la poesía del peruano, con un particular fervor
humanista que lo apartaba de las frías disecciones universitarias. La obra de
Vallejo se convierte así en una hogaza de la que todos participan para
alimentarse, aprender y crecer como hombres distintos. Sin embargo, este
deslumbramiento no ciega para nada las facultades interpretativas del
investigador, como bien podemos constatar en la edición que llevara a cabo de Poemas en prosa, Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz
(Cátedra, 1988). En el estudio preliminar de ese volumen se lee un aserto que
bien podría aplicarse al concepto general que Julio tenía sobre su propia
poética: “La asimilación y transformación de los materiales artísticos de la
realidad le permiten a Vallejo entender la misma realidad como substancia
básica de la poesía… Pero, a la par, al ser la transformación resultado de
diversas gradaciones de la asimilación, la substancia básica, es decir, la
realidad, da una determinada constelación del cosmos poético. Un predeterminado
margen que de ser traspasado, difuminaría el análisis riguroso del poema o, de
lo que es lo mismo, de la conversión en sensibilidad de la substancia
básica.” En este esquema dialéctico se
mueven la poesía y la vida como dos elementos de una misma unidad que se retroalimentan
entre sí, o un todo donde un “margen de variabilidad” puede otorgar y otorga
materia sensitiva a la esencia del poema.
En los muchos debates públicos
y privados en los que participó sobre la función de la poesía en la vida
cotidiana, continuamente Julio Vélez recurría al paradigma de Cesar Vallejo, e
instaba a observar cómo en este caso el compromiso del escritor andaba muy por
encima de fotografiar la realidad, la denuncia social o simplemente de hacerse
eco del quejido colectivo. Siempre recurría a Trilce, a la invención del lenguaje y la descomposición sintáctica
que tienen lugar entre los versos de ese
poemario como analogía de un deseo de emancipación radical. Sin embargo
consideraba reaccionarios y anquilosados a muchos poetas del momento que, en
nombre de la realidad y de un presunto compromiso con su apariencia, seguían
utilizando fórmulas y procedimientos del pasado, bajo excusa de no ser
entendidos por la mayoría, premisa
contra la que Julio se rebelaba debido a la argumentación demagógica que portaba
en sí misma, pues el hecho de considerar las posibilidades del lector por
debajo de las auténticas necesidades expresivas e indagadoras del autor le
resultaba, cuando menos, arrogante. Dicha realidad- comentaba- debía ser
procesada en el laboratorio sentimental del poeta y no utilizada de forma
notarial ni linealmente, sino de manera fragmentaria, e incluso imaginada, capaz de crear desde sus consistentes
materiales otra realidad, no por poética menos verosímil, y a su vez
transformadora de la primera. Julio apuntaba al fenómeno del cante jondo -otra
de sus pasiones- para contravenir tales supuestos. El flamenco –pensaba- lejos
de pertenecer al folclore y manifestarse como una expresión colectiva, surgía
de un drama interior que se desarrollaba en el entorno de una soledad
compartida. Las letras y músicas - anónimas y populares- de su patrimonio no
son simples expresiones de una emoción primaria, ni están construidas para que
las entienda nadie, sino que, en lucha abierta con la forma y con el propio
lenguaje, alcanzan una complejidad metafórica digna de la más alta y profunda
poesía. Lo demás era “nacionalflamenquismo”, término acuñado por el propio Julio,
bajo el que se agolpaba el sentimentalismo más zafio y adulterado de un arte
pretendidamente espontáneo e ideologizado desde el poder.
Me atrevería a afirmar que la obra de Julio Vélez evoluciona
conforme el autor relee a Vallejo, y no porque su poesía pertenezca a la estirpe
vallejiana por forma o por verbo, como bien sostiene Anthony L. Geist en el estudio preliminar de este
volumen, sino porque las diferentes lecturas que nuestro autor va formulando a
lo largo de su vida transforman su visión poética, ensanchan su espiritualidad
y, aunque en direcciones a veces contrapuestas, diversifican su lenguaje.
Vallejo, pues, podría ser considerado aquí como una brújula, un libro de horas
o una carta vital en la que Julio escribe con voz autónoma, nacida sin embargo del más profundo aliento de su
maestro, a quien no paró de difundir y propagar. Seguramente Julio leyó a
Vallejo siendo muy joven, y entre 1970 y 1974 escribe Laocoonte (Sensemayá Chororó, 1978), poemario en el que aprecio
cierta similitud con el poema “Pedro Rojas”,
perteneciente a España, aparta de
mi este cáliz, en cuanto a la fragmentalidad del texto se refiere, los
nombres propios, los recuerdos agolpados y, al mismo tiempo, dispuestos en un
estructurado crisol de la memoria mítica.
La admiración de Julio por el Cholo de Santiago de
Chuco se tradujo en múltiples manifestaciones, además de su determinante tesis
doctoral, entre las que destaca el simposio que, con motivo del cincuentenario
de su muerte, organizó Julio en las ciudades de Toledo y Madrid. A los
estudiosos históricos de la obra vallejiana, Américo Ferreri, Saúl Yurkievich o
Juan Mejía Baca, se unieron nuevas y vejas voces, como la de Jesús Fernández
Palacios, Tony Geist o Rafael Alberti. Aquellas testimoniales y acaloradas
conversaciones significaron para mí y para varios escritores y profesores
españoles asistentes a las jornadas un fuerte acicate para estudiar, no sólo a
Vallejo, sino a una heredad desconocida para la mayoría de nosotros y que
permanecía floreciente en los territorios de América. Julio impulsaba la
discusión, ilustrada siempre con un buen vino y. en este caso, como homenaje al
Cesar, con varios piscos sour en casa del embajador del Perú, hasta que casi nos tuvieron que echar, porque
no había quien se fuera de allí
Nos acompañó siempre la risa, las lecturas compartidas, la
crítica, la discusión política, las complicidades y la amistad. Recuerdo
nítidamente las caras de Julio cuando compartimos habitación con Jesús
Fernández Palacios en un congreso de escritores en Canarias, en 1979, donde nos
encontramos con Rulfo, Onetti, Celso Emilio Ferreiro en sus últimos días y
Ernesto Mejía Sánchez. Bebimos, recitamos, conspiramos y cantamos. Una de
aquellas noches ebrias, Julio comenzó a hablar de sí mismo, de su pueblo, de su
madre y de sus más hondos sentimientos, pero yo no pude escucharle porque caí
víctima del sueño, inducido antes de tiempo por los bebedizos rituales de la
tarde. En broma me reprochaba los ronquidos que emitía, mientras él desgranaba
a Vallejo a las tres de la madrugada. Podría decirse, sin ánimos
reduccionistas, que en esa tarea centró su vida nuestro poeta, quizá porque sus
averiguaciones e intuiciones acerca de la obra vallejiana le invitaban a
recorrer el laberinto de su propia existencia. Como un pan abierto ofrecía el
poema a los otros en la complicidad de la metáfora y en el convencimiento de la
participación, porque en definitiva de eso se trataba. Fue ese mismo poema el
que sus hijos le llevaron a un hospital del sur Francia como regalo de
despedida. Qué curioso. Hasta como Vallejo, murió en Francia. Le leyeron “Masa”
en voz alta y quiso apretar el poema entre su puño. Nadie podía creerlo. Se
acababa el año 1992 y estaba con Jesús Fernández Palacios preparando uno de los
primeros números de RevistAtlántica de
poesía en su casa gaditana, cuando sonó el teléfono. Era el amigo Miguel Ángel
Nieto quien nos daba la inesperada noticia de la muerte de Julio. Escribí
entonces un breve obituario para el diario El Mundo con la misma emoción que
ahora revivo cuando rubrico estas palabras, ya perfiladas por el tiempo,
recordando una sonrisa eterna entre los versos del poeta:
“Aire de amor.
Y en la
luz de la muerte; pájaros del aire.
Y sólo el
amor
a secas me da la luz más allá de la muerte”
a secas me da la luz más allá de la muerte”
Cádiz-Madrid, mayo de
2012
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