Cuando ya nada se espera personalmente
exaltante,
mas
se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente
existiendo, ciegamente afirmando,
como
un pulso que golpea las tinieblas,
cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se
dicen las verdades:
las
bárbaras, terribles, amorosas crueldades.
Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos,
asfixiados,
piden
ser, piden ritmo,
piden
ley para aquello que sienten excesivo.
Con la velocidad del instinto,
con
el rayo del prodigio,
como
mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.
Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como
el aire que exigimos trece veces por minuto,
para
ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.
Porque vivimos a golpes, porque a penas si
nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros
cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos
tocando el fondo.
Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y
evaden.
Maldigo
la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.
Hago
mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto,
y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.
Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y
calculo por eso con técnica, qué puedo.
Me
siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus
aceros.
Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal
es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.
No es una poesía gota a gota pensada.
No
es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es
algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro
llevamos.
Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo
mentado.
Son
lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son
gritos en el cielo, y en la tierra, son actos.
Gabriel
Celaya
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