VISTA DE DELFT
En esa ciudad
al otro lado del océano
donde todo ha sido visto
y cuidan de los ladrillos como de gorriones
en esa ciudad como una carta de familia
leída una y otra vez en un puerto,
en esa ciudad con su biblioteca de tejas
y sus calles recordadas por Johannes Vermeer
que dejó deudas al morir,
en esa ciudad al otro lado del océano
censada por los muertos
y donde no quedan habitaciones
porque la mirada de él las ocupa todas,
donde el cielo aguarda
las noticias de un pájaro,
en esa ciudad que se vierte por los ojos
de los que partieron,
allí
entre dos campanadas matutinas,
cuando se vende el pescado en la plaza
y en las paredes los mapas
muestran la profundidad del mar,
en esa ciudad
me estoy preparando para tu llegada.
Lo que más me reconcilia con mi propia muerte es la
imagen de un lugar: un lugar en el que tus huesos y los míos sean sepultados,
tirados, desenterrados juntos. Allí estarán desperdigados en confuso desorden.
Una de tus costillas reposa contra mi cráneo. Un metacarpio de mi mano
izquierda yace dentro de tu pelvis. (Como una flor, recostado en mis costillas
rotas, tu pecho). Los cientos de huesos de nuestros pies, esparcidos como la
grava. No deja de ser extraño que esta imagen de nuestra proximidad, que no representa
sino mero fosfato de calcio, me confiera un sentimiento de paz. Pero así es.
Contigo puedo imaginar un lugar en donde ser fosfato de calcio es suficiente.
John Berger, “Y nuestros
rostros, mi vida, breves como fotos”.
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