Alberto Giacometti
Ropa tendida, ropa interior y ropa de casa, detenida con pinzas, pendía en una cuerda. Su despreocupado propietario le permitía gustoso pasar la noche fuera. Un fino rocío blanco se extendía sobre las piedras y sobre la hierba. A pesar de la promesa de calor el campo no se atrevía aún a parlotear. La belleza de la mañana, entre los cultivos desiertos, era total, porque los campesinos no habían abierto sus puertas, de anchas cerraduras y grandes llaves, para despertar baldes y herramientas. El gallinero exigía. Una pareja de Giacometti abandona el sendero cercano, y aparece a la vista. Desnudos o no. Alargados y transparentes, como los vitrales de las iglesias incendiadas, graciosos, como los escombros sufriendo mucho al perder su peso y su sangre de antaño. Altivos y seguros sin embargo, como aquellos que se comprometieron sin temblar bajo la luz irreductible de la maleza y de los desastres. Estos apasionados de la adelfa se detuvieron frente al arbusto del granjero y aspiraron largamente su perfume. La ropa en la cuerda se asustó. Un perro estúpido huyó sin ladrar. El hombre tocó el vientre de la mujer, quien le agradeció con una mirada, tiernamente. Pero sólo el agua del pozo profundo, bajo su techo de granito, se regocija de este gesto, porque ella percibe su lejana significación. En el interior de la casa, en la rústica habitación de los amigos, el gran Giacometti dormía.
René Char
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