Para muchos incrédulos la poesía a cada
tanto sufre de catalepsia. Ese trastorno nervioso produce en los humanos
una inmovilidad y rigidez que en muchos casos presupone la muerte. Miles de
casos registra la historia de personas que a punto de ser enterradas se
incorporan en la camilla o en el féretro y regresan de la catalepsia, de una
pequeña expedición por la muerte. Otras veces los forenses se dan cuenta de su
error cuando practican una exhumación, y descubren, muy a su pesar, el terrible
error de haber enterrado a quien estaba vivo. Por algo la etimología de la palabra
griega catalepsia significa sorpresa. Lo mismo pasa para asombro de muchos con
la poesía, que a veces parece hibernar en un sopor intrascendente, en una falta
de aliento o en una parálisis de estatuaria, pero que muchas veces vive en la
trasescena una vida real y plena, lejos de lo que Paul Valery llamaba “la
antigua industria de lo bello”. No pocos se apresuran a enterrarla, como
ocurre en las sociedades pragmáticas que repelen el sueño y la utopía, en esto
que hoy llamanos “lo imposible realizable”.
Me agrada señalar esta apreciación en una
ciudad con fama de fenicia, de valoradora solamente de lo que tintinea, en un
conglomerado que no pocas veces reemplaza el tic tac del corazón por el sonido
de una máquina registradora. Y en una ciudad que, precisamente, sin alardear de
la cantidad, convoca hace 25 años cuando nos atronaban las bombas, el imposible
realizable de poner como centro de resistencia la palabra poética durante unos
días de extraño y febril festejo. Por fortuna la poesía, una musa cataléptica
para una sociedad desvitalizada y mustia que todo lo mide en el poder
adquisitivo, no fue enterrada viva sino que pudo despertar de un velorio
adelantado por el tartufismo y el expolio, por aquello que John Kennedy Toole
llamaría “la conjura de los necios”, incluidos dentro de esta conjura los
expoliadores, los correcercas, la derecha perseguidora desde diferentes capas
de la sociedad y de no pocos medios de comunicación. La derecha extrema siempre
ha intentado ignorar la libertad que propician la poesía y el pensamiento
libertario, y lo hace a través de la imposición de la banalidad en las artes y
del caudillismo político. Lo decía con su claridad habitual Walter Benjamin: “a
la violación de las masas, que el fascismo impone por la fuerza en el culto a
un caudillo, corresponde la violación de todo un mecanismo puesto al servicio
de la fabricación de valores culturales”.
La poesía es también el afincamiento del
individuo y a la vez el punto de encuentro con el otro, un asunto que no admite
la uniformidad, la sumisión ni el unanimismo, el espíritu gregario ni la idea
de que lo imposible no sea realizable. Todo es realizable desde el poema.
Todo lo que atañe al hombre le atañe a la poesía y no solo cuando habla
de la paz ejerce una praxis política. Lo hace a través de casi todo hecho
artístico y cultural, a contramarcha de todo totalitarismo, nacido en cualquier
orilla. La poesía ama los fines libertarios pero no lo hace desde ningún medio
que contemple la destrucción por la destrucción, la escisión del hombre del
legado de la naturaleza. En la reparación de víctimas, ¿cuál de los bandos
reparará la naturaleza muerta? La enseñanza de Camus de dudar de los medios que
a toda costa buscan un fin, es también y de manera evidente el camino del arte,
un talante que contempla un camino de ida y venida entre la ética y la
estética. Hablo como militante de mí mismo cuando digo que cada vez soy más
conciente de mi repulsa a la guerra. Hace mucho creo que quien esgrime un arma
ya está derrotado, así triunfe en el conflicto.
Quien ama la guerra, y de ahí el lenguaje
barbarizado y primario de quienes se oponen a la paz, se odia a sí mismo sin
darse cuenta de que practica la autofagia. Solo ama la guerra quien se
beneficia de ella. Creo que ya es hora de desatrasar el reloj estático de una
caduca confrontación y de ponerlo en la hora de escucharnos, de desaturdirnos
en medio de una coral de dogmas aplastados por las explosiones. Y ya es hora
también de que un estado entreguista deje de vender nuestras riquezas al pulpo
del capital mientras habla a boca llena de la patria.
No quiero extenderme sin antes decir que
más allá de lo que tenga ocurrencia final en las conversaciones de La Habana , que creo y deseo
que termine con un acuerdo de paz y reconciliación, siento como un deber
propiciar lo que esté a nuestro alcance por la paz. Que es lo que en últimas
hemos hecho todos los que nos dedicamos, con logros o sin ellos, a transitar
los caminos pedregosos del arte. En cuanto a la vieja consigna setentera
de un poeta español que afirmaba que “la poesía es un arma cargada de futuro”,
creo que es más justo, metafóricamente hablando, decir que es un arma cargada
de presente. O si no, ¿para cuándo vamos a dejar el porvenir? Me parece esa
divisa de Gabriel Celaya muy cercana a la de un tendero malicioso de mi
infancia que colgaba a sus espaldas un cartelito que decía: “hoy no fío, mañana
sí”, en una caligrafía de emergencia. El presente es, para bien o para mal, un
futuro ya cumplido.
Para finalizar quisiera narrar una historia
sobre el carácter social de la poesía. En un viejo filme -o a lo mejor fue en
un sueño-, se registra el pabellón de un hospital con decenas de camas y de
heridos. Solo uno de ellos tiene acceso a una ventana con vista a la calle. El
hombre entreabre sus dos hojas y cuenta lo que pasa en el afuera: una mujer
joven cruza bajo un paraguas rojo, dos niños patean un balón entre los charcos,
una monja casi enana les da comida a las palomas del parque, una pareja de
novios se besa a la entrada de un café, un cartero se empina frente a un timbre…
Una noche el enfermo que narra los sucesos
muere y, por supuesto, todos quieren su camastro con vista a la calle. Cuando
el hombre al que le asignan su lecho entreabre la ventana, descubre asombrado
que solo hay al frente un muro infranqueable de ladrillo que le impide a
cualquiera ver el paisaje. Creo que no hay nada más parecido al poeta que el
personaje de esta historia. Se trata de alguien capaz de fabular desde el encierro,
de alguien que puede ver más allá del muro cerrado del presente, de alguien que
desde la condición de reo del mundo fabula nuevos mundos. Sin duda se trata de
una poderosa analogía sobre la insatisfacción con la más pedestre realidad.
No importa si los burócratas de la cultura
o de la política, de una orilla o de otra, lo entienden o no. Bien vale la pena
recordar estos versos de Auden, el insumiso poeta de York:
“Nuestros burócratas seguirán construyendo
este mismo jaleo sin gracia que es la Historia :
todo lo que nosotros rogamos es que los
artistas,
los cocineros y los santos, sigan sin
hacerles caso”.
(texto leído en la II Cumbre de Poesía por la Paz y la Reconciliación en
Colombia, que culminó la semana pasada en Medellín)
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