ÁLBUM
El
que se rebelaba contra las normas del colegio caía en una habitación oscura.
Ya
habían pasado más de veinte años desde el final de la guerra, pero el miedo
estaba aún en los cuadernos escolares. Lo vencíamos con la exaltación del juego
o mirando el humo del serrín y de los troncos que ardían en las estufas.
También lo desviábamos con la somnolencia. En invierno hicimos muchas siestas
bajo el abrigo de las imágenes del dictador erguido sobre un caballo.
Sólo
un niño se oponía a los enseñantes del miedo. «¿Habéis besado el anillo del
cuervo?», preguntó con unas hebras de tabaco entre las comisuras de los labios,
mientras señalaba al sacerdote que dócilmente saludábamos. Admiré su audacia
endurecida por los encierros frecuentes en la sala de castigo con que nos
amenazaron.
Al
entrar en clase, yo sacaba de mis bolsillos las astillas y hojas de árboles que
recogía en el camino. La corteza lisa del haya fue mi amuleto. Con los dedos
abrí las agallas de roble y preparé una sepultura para aquellas palabras que no
había comprendido. Arcabuz, cordillera y afluente pasaron bastantes semanas en
el hueco, hasta que sus significados levantaron el vuelo.
Cierto
día, una profesora, cansada de mi torpeza al leer, me quitó el libro y lo lanzó
al techo. Las tapas y hojas se despegaron en el aire. Los folios y las
carcajadas de los niños bajaron lentamente y me cubrieron. Braceé en el
interior, y en ese momento comprendí que algunas risas eran el cuarto oscuro.
Francisco
Javier Irazoki
(Del
libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)