Si a causa de alguna arbitrariedad
intolerable fuera yo nombrado ministro de Cultura, mi primera decisión sería
prohibir, bajo pena de cárcel, la lectura de más o menos la mitad de la obra
poética de Rubén Darío.
Tal y como constaría en la exposición de
motivos de mi decreto ley, esa mitad, la que aparece en los libros escolares,
es el gran obstáculo que impide leer la otra mitad de su poesía. Basta con
hacerle leer a un chaval que está linda la mar y el viento para que
corra en dirección contraria a ponerse a cubierto.
Desde el pupitre del cole hasta pasados los
treinta, me había mantenido lo más lejos posible del autor que sentía en
el alma una alondra cantar; pero entonces ciertas obligaciones académicas me
impusieron su lectura, que acometí a cierra ojos, con el único auxilio de un
cartón de tabaco y una botella de whisky.
Fue un deslumbramiento.
Quizá haya sido Darío, según decía Gabriel
Ferrater, una de las personas que más miedo han pasado en este mundo.
¿Qué le asustaba tanto?
Tenía miedo al pecado o a sí mismo, al más
allá, a la oscuridad y al dolor, al recuerdo y al olvido, a la muerte y a la
vida misma.
Hablaba César Vallejo de un mutilado, un
hombre que perdió el rostro en el amor y no en el odio. Lo perdió en el
curso normal de la vida y no en un accidente. Lo perdió en el orden de la
naturaleza y no en el desorden de los hombres.
Así era Darío, asustado por la vida diaria
más que por los fantasmas; por el orden mismo de la naturaleza más que por el
desorden de los hombres.
Dicen que a veces dormía con cuatro cirios
encendidos en las esquinas de la cama, tenía visiones, frecuentaba
espiritistas, recibía amenazas inaudibles… y todo ello le daba sed, mucha sed.
Siempre tenía sed. Tanta, que murió antes
de cumplir cincuenta, de cirrosis hepática.
Enfermo, una noche se despertó aterrado y
le dijo a su hermana que había visto cómo descuartizaban mi cuerpo y se
disputaban mis vísceras.
Y así fue.
A Rubén Darío le fotografiaron varias veces
mientras agonizaba, tumbado de medio lado, sobre el costado izquierdo, quizá
para no apoyar en el colchón el hígado convertido en piedra. Tenía un crucifijo
entre las manos (regalo de Amado Nervo) y llevaba puesto un reloj de pulsera.
Tras su muerte, le extrajeron todas las vísceras, para que su cadáver no se
corrompiera en mitad del homenaje de seis días de duración que le tenían
preparado las autoridades.
El doctor Debayle quería examinar su
cerebro, interesado en saber si pesaba más que el de Víctor Hugo. Por su parte,
el doctor Murillo, también presente, había hecho un trato para vender el
cerebro de Rubén Darío en Argentina. Así que acabaron disputándose el despojo
del poeta, en plena calle, casi a bastonazos. Tuvo que intervenir la policía,
que se incautó del casus belli y le hizo las fotos de ordenanza,
antes de entregárselo a su viuda oficial.
El cerebro sigue en paradero desconocido,
unos afirman que estuvo en poder de los sandinistas, otros dicen que Somoza lo
entregó a un burdel: alguien dice que lo vio junto al cuerpo de Evita Perón,
otros lo sitúan en compañía del brazo incorrupto de Santa Teresa. Por si acaso
lo reconoces, ésta es una de las fotos que tomó la policía.
A lo largo de su vida, Darío escribió
muchos poemas de miedo. He escogido uno de los tres que llevan el título
“Nocturno”:
Los que
auscultasteis el corazón de la noche,
los que por el insomnio tenaz habéis oído
el cerrar de una puerta, el resonar de un coche
lejano, un eco vago, un ligero rüido ...
En los instantes
del silencio misterioso,
cuando surgen de su prisión los olvidados,
en la hora de los muertos, en la hora del reposo,
sabréis leer estos versos de amargor impregnados...
Como en un vaso
vierto en ellos mis dolores
de lejanos recuerdos y desgracias funestas,
y las tristes nostalgias de mi alma, ebria de flores,
y el duelo de mi corazón, triste de fiestas.
Y el pesar de no
ser lo que yo hubiera sido,
la pérdida del reino que estaba para mí,
el pensar que un instante pude no haber nacido,
¡y el sueño que es mi vida desde que yo nací!
Todo esto viene en
medio del silencio profundo
en que la noche envuelve la terrena ilusión,
y siento como un eco del corazón del mundo
que penetra y conmueve mi propio corazón.
La diéresis en rüido obedece, por
supuesto, a la métrica, hay que leerlo sin diptongo para que el verso sea
alejandrino.
El primer cuarteto nos sitúa en el ambiente
de peli de terror, con el destello del verbo auscultar(que reaparecerá en
los últimos versos, en los ecos del corazón del mundo). Es un verbo que añade
connotaciones de gravedad y atención profunda y silenciosa a un latido que el
fonendoscopio amplía hasta la obsesión.
Como el poema es de género, pura serie B, y
nada menos que de terror, se dirige a los aficionados, a esos lectores que
sabrán entender, como dice el segundo cuarteto, los que valoran a los muertos
vivientes y a los ladrones de cuerpos. El poema se convierte así en un vaso en
el que Darío vierte su dolor y se lo da a beber a los lectores.
¿Un vaso? ¡Naranjas! Quiere decir un cáliz,
pero no se atreve del todo. En otros poemas no deja lugar a dudas su
identificación con Jesucristo: su vida es un sacrificio, un martirio, una
crucifixión; y ni siquiera está seguro de redimir a nadie. Al fin y al cabo, ¿no
tiene visiones de que se jugarán su túnica a los dados o se disputarán sus
vísceras? Es el Darío más cercano al Romanticismo: los lectores exigen carne y
sangre, no sólo leen versos, son poetófagos, caníbales que se comen al
poeta entero.
El siguiente cuarteto toma impulso en el
anterior para acentuar el tono religioso: la pérdida del reino, que es también
la pérdida del Reino, con mayúsculas, es decir, el de los cielos.
¿Tiene miedo Darío a la condenación eterna?
Sin duda. No solo por sus pecados (multitudinarios y sin remedio, que no le han
dejado ser lo que yo hubiera sido), sino también porque, según creo yo,
hace años que ha dejado de creer en ninguna salvación: después de la muerte nos
deshacemos en la nada.
Ese es para él el verdadero espanto y, como
decía más arriba, es un escalofrío provocado por el orden natural, no por el
desorden. Ese orden natural es el eco del corazón del mundo / que penetra
y conmueve mi propio corazón.
Su corazón no es diferente del pétalo de
rosa que cae a tierra. Como dice en el poema “Caracol”, al acercarse al oído
(al auscultar) una caracola encontrada en la playa:
y oigo un rumor de
olas y un incógnito acento
y un profundo oleaje y un misterioso viento…
(El caracol la forma tiene de un corazón.)
También aquí hay algo de Romanticismo,
movimiento que exaltaba la naturaleza. Pero, según un slogan que
inventamos con Antonio Orejudo cuando éramos estudiantes, el problema del
Romanticismo es que: “el mal también es natural”.
En cierto modo, Darío está siempre en la larga
noche del Huerto de los Olivos, aterrado por su sacrificio, un dolor sin
sentido, que ni siquiera le redimirá a él.
Este es el miedo de Darío: miedo a la nada,
que se vuelve terror en él, una de las personas más infelices y más partidarias
de la felicidad que hayan alegrado este mundo, porque, como diría Faulkner,
entre el dolor y la nada siempre escogía el dolor.
Por eso, en otro de los poemas titulado
“Nocturno”, habla del horror de ir a tientas, /en intermitentes
espantos y de la pesadilla brutal de este dormir de llantos.
Sin embargo, más que los poemas de miedo, a
mí a veces me asustan algunos de sus últimos poemas de amor.
En 1899 Valle-Inclán y Amado Nervo llevaron
a Darío a la Casa
de Campo, donde Darío se enamoró ex abrupto, como acostumbraba, de la hija
de un guarda del parque, Francisca Sánchez. Ella tenía veintitrés años y era
analfabeta. Se instalaron en un piso alquilado de la calle marqués de Santa
Ana, tuvieron hijos y permanecieron juntos hasta el final. A su lado, con Paca, lazarillo
de Dios que le acompaña, escribió Darío su mejor libro, los excepcionales
poemas de Cantos de vida y esperanza. No tenían un duro y el poeta aceptó
participar en una gira a ver si conseguía algo para Paca y Güicho, el hijo de
ambos, Rubén Darío Sánchez.
El 25 de octubre de 1914 zarpó de Barcelona
el Vicente López. Darío estaba tan borracho que no pudo ni salir a cubierta a
despedirse de Güicho y Paca. Nunca volvió a verlos.
En Nueva York le hospitalizaron y acabó
pidiendo dinero por las calles con un poeta colombiano, Juan Arana Torrol. Al
final consiguió llegar a Nicaragua. Dicen que sus últimas palabras fueron: “Siento en el bajo vientre como una placa de
fuego”.
Poco antes había dejado escrito uno de esos
poemas de amor que dan tanto miedo. Acaba así:
¡Hacia la fuente de
noche y de olvido,
Francisca Sánchez, acompañamé...!
En ese acento coloquial y desgarrador
de acompañamé está para mí la fuente del verdadero miedo.
Rafael
Reig
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