“Epicuro quería ser
un maestro de la felicidad. (…) Su principal objetivo fue la demolición de los
miedos atávicos contra los que ningún sistema filosófico anterior había
arremetido: el temor de los dioses, entendidos como caprichosos protectores y
aun más arbitrarios castigadores; el miedo a la muerte, suplemento
indispensable del dogma universalmente aceptado de la inmortalidad del alma.
Restituir la felicidad a los hombres liberándolos de esos miedos tan poderosos
como absurdos: he ahí el gran designio del sistema epicureísta. Por eso
Lucrecio, en el himno que dirige al Maestro al principio del Libro I de su poema, dice:
‘Cuando la humana vida a nuestros ojos
oprimida yacía con infamia
en la tierra por grave fanatismo,
que desde las mansiones celestiales
alzaba la cabeza amenazando
a los mortales con horrible aspecto,
al punto un varón griego osó el primero
levantar hacia él mortales ojos
y abiertamente declararle la guerra’.
(Lucrecio)
La felicidad así
conquistada es ausencia de dolor, sofisticado placer y conquista intelectual.
Felicidad del todo humana, puesto que en un mundo que es un incesante
torbellino de átomos, extraño a toda (imaginaria) intervención divina, la
responsabilidad es sólo nuestra: son los propios humanos los artífices de esta
difícil y austera conquista del placer, es decir de la felicidad.’
Luciano Canfora, “Una
profesión peligrosa. La vida cotidiana de los filósofos griegos”.
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