La primera
ascensión de Maruja Mallo al subsuelo
Tú,
tú que bajas a las cloacas donde las flores
más flores son ya unos tristes salivazos sin sueños
y mueres por las
alcantarillas que desembocan a las verbenas desiertas
para resucitar al
filo de una piedra mordida por un hongo estancado,
dime por qué las lluvias pudren las hojas y
las maderas.
Aclárame esta duda que tengo sobre los
paisajes.
Despiértame.
Hace ya 100.000 siglos que pienso en que tú
eres más tú cuando te acuerdas del barro
y una teja aturdida
se deshace contra tus pies para predecir otra muerte.
El espanto que suben esos ojos deformados por
las aguas que envenenan al ciervo fugitivo
es la única razón
que expone mi esqueleto para pulverizarse junto al tuyo.
Una luz corrompida te ayudará a sentir los más
bellos excrementos del mundo.
Periódicos estampados de manos que perdieron
su nitidez en el aceite desgarran hoy el viento
y los charcos de
grasa solicitan tus ojos desde los asfaltos reblandecidos.
Aceras espolvoreadas de azufre claman por el
alivio de una huella
para que se
agrieten de envidia esos vidrios helados que se abandonan a los terrenos
intransitables.
Emplearé todo el resto de mi vida en
contemplar el suelo seriamente
ahora que ya nos
importan cada vez menos las hadas,
ahora que ya las luces más complacientes
estrangulan de un golpe las primeras sonrisas de los niños
y exaltan a
puntapiés el arrullo de las palomas
y abofetean al
árbol que se cree imprescindible para el embellecimiento de un idilio o una
finca.
Mira siempre hacia abajo.
Nada se te ha perdido en el cielo.
El último ruiseñor es el muelle mohoso de un
sofá muerto.
Desde los pantanos,
¿quién no te ve
ascender sobre un fijo oleaje de escorias,
contra un viso de tablones pelados y boñigas
de toros,
hacia un sueño fecal de golondrina?
Rafael Alberti
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