(María Blanchard)
LOS LIBROS,
CELEBRACIÓN DE LA PALABRA LABRA LA PALABRA DE JULIO VÉLEZ
Jesús Fernández Palacios
Mi añorado amigo el poeta
Julio Vélez dejó escrito lo siguiente: “Los
libros me hicieron un mundo al que he
intentado que éste se pareciera”. Algo que comparto plenamente. Por eso
repito siempre que no sé que hubiera sido mi vida sin ellos, como digo algunas
noches cuando estoy solo y me siento bolero, o cuando me aburro o soy
curiosillo, que a veces todo sucede en una misma infelicidad. Y lo mejor es que
obtengo respuesta, claro que sí. Entre nosotros hay entendimiento y un toma y
daca que nos va de maravilla, y del que creo salir ganando. Esa es mi sensación
cuando los acaricio y los huelo, cuando miro al trasluz su esqueleto vegetal
que se remonta en el tiempo hasta un paisaje distinto. Esa es mi impresión no
más verlos dócilmente alineados en las paredes de la casa. Son la casa, tendría
que decir, pues están en todas partes, en los lugares más propios donde los
puse con razón para poder contemplarlos y hojearlos cada vez que los necesito.
Y cuánto los necesito, lo digo a boca llena. Es mi mejor elogio reconocer que
sin ellos mi vida hubiera sido peor y más insoportable. Desde luego es un tanto
misteriosa mi relación con esos caprichos geométricos que la cultura venera
como uno de sus más ilustres emblemas. Tal vez porque se le conceden ciertos
atributos mágicos, que lo convierten a uno en ferviente subyugado. No es exageración
pues ese es mi estado a veces, de subyugación incontenible, como un estado de
gracia que me deja atrapado desde la alfa a la omega. Como el que busca un
tesoro y el tesoro fuera la propia búsqueda. Esa es la gracia, que la meta sea
el recorrido o el premio la lectura. Cada vuelta de hoja no es un día de menos
sino un día de más, de mayor riqueza y fortaleza, de menor soledad y vacío. De
ahí mi gratitud y mi entrega, la dedicación que les dispenso como un destino.
Por eso no entiendo que se pueda prescindir de ellos, ignorarlos y
arrinconarlos, o lo que es más ridículo aún, tratar de simularlos en los
anaqueles con volúmenes de madera de distintos tamaños y colores según convenga
a los tonos de la pared o del sofá. ¡Cuánto desatino¡ ¡Y qué necios los que se
engañan de esa manera¡ Como si se pudiera disimular la ignorancia y otras
carencias, como si no fuera fatídico renunciar a un bien tan preciado, que
justamente está en la esencia y no en la apariencia. Pues es ahí, en su
esencia, donde buscamos la sabiduría y ejercitamos nuestra inteligencia, ahí
donde volcamos nuestras preguntas y encontramos muchas respuestas, ahí donde
aprendemos a conocernos y a conocer a los demás, ese factor tan decisivo para
la convivencia y la tolerancia, tan necesarias como difíciles. No diré como
Swedenborg, que todos los que en el mundo han adquirido inteligencia y
sabiduría son recibidos en el Cielo y se convierten en ángeles. No me atrevo a
suscribirlo, aunque me parezca una bendita afirmación. Pero sí diré, porque creo
en ello, que la inteligencia y la sabiduría engrandece nuestro espíritu y
amplían el horizonte de lo humano. Así se entenderá mejor la pasión de mi
elogio, que no es fruto de ninguna conjetura, ni el exceso de una exaltación
pasajera, sino la cariñosa reflexión de quien ha experimentado en su propia
conciencia los beneficios de una continuada y feliz dependencia. Me estoy
refiriendo, claro está, a los libros.
(Francisco Toledo)
Los libros, los grandes
libros escritos por grandes autores, que pueden llegar a cambiarnos la vida.
Como le sucedió al poeta alemán Heinrich
Heine, cuando leyendo de niño El Quijote terminó
trastornado y enardecido por la novela hasta el punto de rebelarse entre
sollozos contra la muerte del ingenioso hidalgo. Y como le sucedió a Jorge Luis
Borges de adolescente cuando descubrió a Dostoievski. O a Federico García Lorca
al conocer la poesía de Antonio Machado, hasta el punto de proclamar que se
dejaría toda su alma en aquellos poemas. O, asimismo, le ocurrió
al propio Machado cuando descubrió a Rubén Darío y lo recitaba a voz en
grito por el parque madrileño del Retiro. O la experiencia del sevillano Luis
Cernuda mientras leía de niño a Pérez Galdós, escribiendo muchos años después
que sólo le interesaba la
España novelesca de Don Benito, no la real donde regenteaba
“la canalla”. Y, por qué no, la
conmoción que yo mismo sentí al
descubrir la poesía de César Vallejo, experiencia inolvidable que
también compartí en su momento con Julio Vélez, que fue uno de los que más me
inocularon la pasión y devoción por su figura humana imprescindible y por su
obra literaria trascendental. Algo que
siempre le agradeceré. Juntos homenajeamos al gran poeta peruano en Santander,
Madrid y Cádiz, en fulgurantes jornadas que compartimos con muchos otros
vallejianos como Claudio Rodríguez, José Hierro, Félix Grande o el gran
hispanista norteamericano Anthony Leo Geist (nuestro amigo Tony).
Conocí a Julio Vélez hace
cuarenta años y me encontré con él muchas veces en distintos lugares de España,
incluido su entrañable Morón de la Frontera. Conservo
como oro en paño sus libros dedicados, leídos y releídos, así como sus cartas
cariñosas y llenas de proyectos y proclamas a favor de la libertad y en contra
de las injusticias. He aprendido mucho de sus ensayos vallejianos y literarios
en general, y me consta por diversos testimonios de sus propios alumnos en la Universidad de
Salamanca que fue un profesor extraordinario. Julio Vélez (Morón de la Frontera , Sevilla 1946 /
Daz, Francia 1992) fue un hombre comprometido y solidario, que pasó por el
marxismo-leninismo y terminó siendo un humanista radical antidogmático. Nómada,
apasionado del flamenco, hombre de teatro, poeta, ensayista, articulista,
incluso novelista, conferenciante, editor, promotor de la cultura andaluza,
perseguido y reprimido antifranquista, hombre de talento, universitario con
vocación de docente, vallejiano hasta los huesos, académico, Doctor Honoris
Causa por la Universidad
de San Marcos de Lima, Hijo Adoptivo de Santiago de Chuco (cuna de César
Vallejo), hombre enamorado (María, Alicia, Muriel), padre entrañable de dos
hijos (Julio y Alejandro), andaluz divertido e ingenioso, amigo de sus amigos,
Julio el inolvidable.
El profesor Anthony Leo Geist, buen conocedor
de la obra poética de Julio Vélez como demuestra en su enjundioso prólogo, ha
realizado una acertada selección de 35 poemas de extensión variable, que van
desde los dos versos (el más breve) a un poema de su libro Laocoonte, titulado DOS, que tiene cerca de doscientos versos. En
esta antología hay textos escritos desde 1967 hasta el mes de abril de 1992,
apenas unos meses antes de su trágica muerte acaecida el 24 de diciembre de
dicho año. Julio vivió apenas 46 años, poco tiempo para un hombre enamorado de
la vida, que supo dejarnos un gran testimonio de hombre cabal, apasionado y
riguroso, y el hermoso legado de su poesía, que un grupo de amigos en diversos
rincones del mundo (su Andalucía natal, la Salamanca de sus queridos discípulos, Madrid en
el centro, Seattle en Estados Unidos y el Perú vallejiano), con sus hijos y
resto de la familia a la cabeza, seguimos defendiendo y divulgando veinte años
después de su partida. Julio levantó en vida oleadas de afectos, simpatías y
complicidades, y veinte años después de su muerte sigue acaparando esos mismos
dones. Por algo fue, por algo es, por algo será. Julio Vélez sigue vivo en la
memoria y en el corazón de mucha gente. Y por eso estamos aquí, en la
presentación de su flamante antología poética y en la acogedora librería La Clandestina de Cádiz,
para rendirle una vez más nuestro afecto emocionado y nuestra admiración como
intelectual y poeta.
Cádiz, 18 de octubre de 2012
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