CACTUS
Los que buscan oro cavan mucho y encuentran
poco.
Heráclito [Fragmento 22]
1
Una certeza que nunca cambiará en nosotros:
todo aquello que
para la supervivencia práctica carece de
importancia, precisa ser
honrado.Trabajadores en la zona de sombra
del lenguaje,explora-
mos el abismo sin fondo de la claridad.
2
Una buena noticia podría desmoralizarnos, nunca
una mala. Kiló-
metros y kilómetros de angosta realidad
remonta la caravana del
sueño. No se nos pide traspasar el
límite,sino vivir en él. No es
indispensable descifrar el sentido, sino
aprender música: advertir
una nota callada, un sonido inaudito en la
vasta partitura.
3
Cautivo en la cárcel de cuanto no está a su
alcance expresar,
madura el escritor su ineludible fuga.
4
Se finge escritor, pero en realidad es un
músico. Hace desaparecer
las palabras.
5
El otoño agasaja a los muertos con flores
de níspero. Acostumbra-
das a temblar, las columnas de la ciudad
conservan su equilibrio.
Esbeltas palmeras recortan su silueta en el
cielo naranja del ama-
necer, en el rojo pomelo de la tarde.
6
Desde la sima del incesante entremezclarse
de las estaciones, un
desorientado deseo de vivir —cristalina fe
sin rumbo— retorna
sin descanso al punto de partida. Escribir
no es otra cosa que tra-
bajar en un basurero. La cuchilla de la
soledad afila cada párrafo.
7
Como peces de colores en el interior de un
acuario,parpadean los
aviones que cruzan la noche. Me pregunto
hacia dónde. Preparo
té con agua de lluvia y miel del desierto. Destierro
de mi corazón
los caminos forzados.
EL CAMINO MÁS LARGO
Con razón se llama padre tan sólo a quien
llega a
ser hijo de sí mismo.
Heráclito [Fragmento 50;
reconstrucción Gadamer]
Cuando cumplí seis años mi padre me regaló
unos guantes de
boxeo. En el combate contra la perplejidad,
su escuálido cuero no
ha dejado de proteger mis puños desde
entonces.
G
Viajero que partía, abandonó una maleta
colmada de novelas poli-
cíacas e historias del Oeste. Sus lecturas
en el curso de incontables
jornadas en tren.
G
El empeño de mi madre por ahorrar —hasta la
última cerilla— se
convirtió en mi obsesión por el ayuno en la
escritura. Flacos
como galgos, los vocablos perseguían
invisibles intuiciones velo-
ces como liebres.
G
Mi abuelo murió loco. Su viuda pedía
limosna en la puerta de la
catedral, me compraba helados, murió loca. Sueño.
Recojo los peda-
zos de mi vida esparcidos por el
torbellino. Alguien —riendo— me
entrega uno de ellos.
G
41
Si cerraba los ojos podía compartir la
oscuridad del hombre que toca-
ba la guitarra con los ojos vendados. En el
hospital donde convalecía-
mos, sus canciones dejaban entrever la
existencia de al menos una meta
legítimamente deseable: no perder la
alegría, no volverse estúpido.
G
La estupidez es el compromiso con la
cobardía y la demostración
de la mentira de que no le es posible al
amor transformar el mun-
do, de que no le es posible a la poesía
transformar el mundo.
G
¿A qué carta quedarse con el personaje que
uno se brinda a sí
mismo? ¿Observarle desde el puente o
enviarle como observador
al puente? Observador u observado, duda si
reír o llorar, sentirse
agradecido o desolado.
G
Con extrema fatiga aprendemos el idioma de
un país deshabita-
do, de un país inhabitable. Obreros de la
eternidad, depositamos
nuestro granito de arena en el abismo. Mudos,
sentimos en la piel
el fulgor de la intemperie.
ESCORIAS
En la circunferencia,el principio y el fin
coinciden.
Heráclito [Fragmento 103]
AUNQUE separados por más de mil quinientos
años, la lengua
materna de ambos fue el latín. Pese a
estar, o por el hecho de estar,
profundamente comprometidos con la realidad
de su tiempo,
prestaron mayor atención al estudio de sí
mismos que al espectá-
culo de la época.«Me bastan pocos; me basta
uno; puedo conten-
tarme con ninguno», observa Séneca. «Soy yo
mismo la materia
de mi libro», advierte Montaigne. La misma
complexión moral,
idéntico don para rehuir los caminos
ociosos. No seducidos por
otra expectativa que la honestidad, el
estilo es para ambos la con-
ducta. Persuadidos de la estrecha alianza
entre el cuerpo y el espí-
ritu, no esperan de la filosofía otra
recompensa que la salud.
«Permanecer tranquilo y contemplar aquel
mercado sin comprar
ni vender nada» (Séneca). «Quiero que la
muerte me encuentre
plantando mis nabos, pero sin preocuparme
por ella, y menos aún
por mi jardín imperfecto»
(Montaigne).Aficionados a las disquisi-
ciones fúnebres, la educación para la
muerte los mantiene vivos.
«¿Ignoras que morir es también uno de los
deberes de la vida?»,
pregunta Séneca.«Recibo un gran consuelo
con los pensamien-
tos sobre mi muerte»,afirma Montaigne.
Los buenos muertos saben regresar.
LLEGAR hasta el cabo de uno mismo sólo para
desprenderse más
completamente de todo bagaje, de todo hilo
conductor conocido,
de todo tesoro de verdades, avisos, consejos,
iluminaciones.
69
EL punto de partida es un deber —de hacer
el bien— que nun-
ca defrauda.
PRIVILEGIO del error, iluminar la
conciencia. Prodigio de la
limitación, hacerse infinita.
NADA que indagar, salvo ese mientras tanto
que casi impercepti-
blemente se transforma en nuestra casa y
nuestra causa. Nada que
hacer, salvo ese trabajo que aumenta a
medida que avanzamos.
SI amas la puntualidad, no ahorres en
rodeos.
A COSTA de arruinar la memoria práctica, el
hachís ahonda la
percepción de las cuestiones sin fondo.
HACERSE fuerte: renunciar.
70
POEMA, novela, ensayo, reportaje:¿cuál es
la diferencia? No ele-
gimos seriamente la escritura mientras no
descartamos cualquier
posibilidad de vivir que no cuente con ella.
EN la trabazón de las palabras y los días,
esfuérzate sin prisa.
Cuanto menos parezca sonreírte la fortuna, más
a salvo estarás de
la calamidad.
SIN duda son los niños quienes impiden a
cada instante que el
mundo sucumba.
VIVIR como buenas personas, difíciles o no;
como buenos artis-
tas, fallidos o no; conscientes de que
semejante ocupación no deja
tiempo para nada.
POR el camino sin solución, el poeta —que
de la debacle de los
contrarios rescata contradicciones acordes—
se adentra algunos
pasos; lento, ha de estar siempre alerta; torpe,
rectificar sin tregua.
71
EN su incesante desencadenarse, el deber
—el sentido del cum-
plimiento del deber— posterga toda
perspectiva de retribución,
hasta convertir el aniquilamiento de la
idea misma de retribución
en prueba de su imperio.
CONFUNDIRSE cada vez hasta el final, para
no confundirse
siempre a medias.
SÓLO a condición de agotar —propósito
colmado de tentativas
frustradas— todas las posibilidades de
desacierto, desciframos la
verdad de la escritura: su perenne promesa
de sentido.
¿QUÉ deuda salda en nosotros la escritura?
¿De qué sosegada dili-
gencia nos hace tesoreros? ¿Qué extraña
operación —perder el
tiempo, perderse en el tiempo— pone en
marcha? Presta siempre a
descorazonarnos, ¿qué cultivamos en ella?
¿La sonrisa del silencio?
José
Luis Gallero
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